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Descampados

Quienes sentimos una especial querencia por los solares improductivos y por los descampados que resisten entre el asedio de los edificios y los proyectos de construcción, nos acordamos del arquitecto, recientemente fallecido, Federico Climent. Él supo apreciar esa poética de los terrenos vagos, como dirían los franceses. Son zonas a menudo devastadas, recintos despeinados, lugares que alguien ha pasado por alto. Son territorios comanche, que a ratos dan algo de miedo. Extrañamente fascinantes. Entre la maleza podemos descubrir la presencia anacrónica de un sofá destripado, incluso algún que otro osito de peluche o chasis de algún 2CV o Renault 4, todavía reconocibles a pesar del óxido y la deformación de la chapa. Quienes sentimos predilección por la poética del polígono industrial y por esa especie de selva urbana que circunda el prestigio, ahora ya agotado o gentrificado, del centro de la ciudad, nos acordamos de los análisis de este arquitecto discreto y sutil que rozaban o, mejor aún, se adentraban en la poesía. Él también supo apreciar la necesidad de esos espacios en los que los gatos tuertos reposan su dolor después de las reyertas, los niños pedalean en círculo obsesivo, las cabras mascan una hierba seguramente tóxica, y alguna que otra fábrica, que en su tiempo gozó de prosperidad y que ahora agoniza entre rótulos de otra época y pintadas obscenas. Estos solares abandonados u olvidados de la mano y del ojo del hombre, dan respiro a las ciudades abarrotadas. Son zonas de descanso y recreo, de esparcimiento inútil. También sirven para que los poetas urbanos les escriban un artículo en su nombre o un poema sucio, un himno desmadejado, una celebración de lo estéril. Podrían convertirse en huertos urbanos o en espacios para la erección „perdón„ de algún hipermercado o torre de oficinas, otra inutilidad, por cierto. Los descampados son paréntesis, zonas de excepción, puntos suspensivos que todo texto, toda ciudad necesita a pesar de su aparente inoperancia. Las ciudades mezquinas suelen aprovechar este tipo de zonas baldías, como si en efecto estos solares infructuosos fueran sinónimo de vergüenza.

Ciertamente, tampoco podemos olvidar que esta poética de lo desmañado es una suerte de pose que todo esteta de la alta cultura se permite. Un lujazo eso de flipar con lo cutre. Seamos sinceros: nos atraen esos lugares sin prestigio, esa especie de estética wabi-sabi (estética de lo inacabado, de lo imperfecto y algo desarreglado o destartalado), antítesis de lo relimpio y lo excesivamente pulido. Una banda de rock ensayando en una nave industrial o grabando un video clip en un terreno baldío siempre parece más creíble. Iba a decir, "auténtica", pero cuidado con el abuso de la autenticidad, que suele ser cosa de esnobs. Un descampado suele ser muy fotogénico, mucho más que un palacio, castillo o catedral. Las cosas como son. Caminar en plena canícula por las anchas avenidas de un polígono industrial es una experiencia casi mística, que no acogedora o tranquilizadora. No tardaremos en organizar alguna que otra expedición turística a los polígonos industriales. Desde Son Castelló a Ca´n Valero pasando por el polígono de Levante y, mientras pasamos por las inmediaciones del edificio de Diario de Mallorca, anunciar: aquí curra Elena Vallés. Serán rutas previamente pactadas y con un guía de excepción. Pulular por las traseras del Estadio Balear o entre los escombros de lo que fue el Lluís Sitjar, el viejo es Fortí, acabará siendo un atractivo urbano, un aliciente inesperado.

Como decía Federico Climent, estos solares son zonas de resistencia. Algunos de ellos parecen más bien recintos malditos, condenados a la maleza y a la chatarra. Como si nadie, ni los promotores inmobiliarios ni las instituciones, quisieran saber nada de ellos. A uno le parece raro tanto olvido, sobre todo cuando en general prima la codicia y el instinto de saturación. Y ya estamos dando ideas. La contemplación de un solar baldío nos traslada a la infancia, a esos lugares no documentados ni tabulados, alérgicos a la rigidez propia de los estamentos, a una suerte de salvajismo incrustado en plena ciudad. Eso también es arquitectura. No todo va a ser erigir, llenar, ocupar. Hay una sutil arquitectura que tiene que ver más bien con la sabia omisión, con el dejar estar. Y esos arquitectos que saben apreciar ese tipo de estética por sustracción, y no por adición, son los verdaderos poetas de las urbes, quienes sabiendo callar en el momento adecuado dicen mucho, diciendo menos, que esos pomposos charlatanes y exhibicionistas del oficio.

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