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Antonio Papell

Consenso, ni en los gastos electorales

El Rey instó a los partidos políticos en la última ronda de conversaciones a que, ya que había que repetir las elecciones, fueran austeros en la campaña y no marearan demasiado al personal con sus discursos. El jefe del Estado es, a lo que se ve, mucho más consciente que los políticos profesionales de que existe una fuerte irritación en la opinión pública hacia la clase política, cuyo comportamiento ha sido corto de miras y falto de la necesaria magnanimidad.

En efecto, los partidos en liza recibieron el 20D un encargo específico de una ciudadanía que había aceptado la propuesta de ampliar y renovar el sistema de representación política. Por primera vez, y a pesar de que el sistema electoral vigente es un claro inductor del voto útil „con este objeto se pensó en su momento la ley electoral„, la sociedad civil de este país decidió arriesgarse, salir de las viejas convenciones, renunciar al cómodo bipartidismo imperfecto que había establecido un modelo turnante que se estaba oligarquizando y se había corrompido, y dar entrada a savia nueva, a organizaciones distintas, para enriquecer el panorama. Felizmente, España ha resistido hasta ahora la tentación de dar entrada a revulsivos menos apetecibles, partidos extremistas que en Francia, en el Reino Unido o en Alemania, entre otros, están poniendo en cuestión el sistema establecido y desdeñando los viejos valores republicanos que todos los europeos hemos heredado de la Revolución Francesa.

Pues bien: después de este comportamiento impecable del cuerpo social, los partidos han sido incapaces de gestionar la voluntad general. Y tras más de cuatro meses de idas y venidas, han reconocido su impotencia, con lo que se ha activado el mecanismo que obliga a repetir las elecciones. Cada ciudadano habrá obtenido, a estas alturas, conclusiones sobre si hay alguna responsabilidad particular en este fracaso, o si hay en cambio que atribuirlo genéricamente al conjunto de actores. La cuestión es evidentemente subjetiva y todos tienen, a su modo, razón.

Pero el fracaso no ha surtido efecto pedagógico alguno: la incapacidad de acordar un gobierno se ha asumido con el mayor desparpajo imaginable y las formaciones políticas han abdicado también del intento de abaratar de consuno la campaña electoral, como imponía el sentido común. Tras dos reuniones, las nueve formaciones que intentaban cumplir la recomendación regia de más austeridad se han dado por vencidas.

La discrepancia básica ha sido la que ha enfrentado a los viejos partidos con los nuevos. Las elecciones del 20D costaron 130 millones de dinero público (urnas, papeletas, organización, seguridad, etc.) más lo que invirtió cada partido en cuantía muy variable: doce millones el PP, nueve el PSOE, 3,6 Podemos, cuatro millones Ciudadanos, 2,5 millones IU. Los partidos nuevos proponían poner límites al gasto total, lo que evidentemente obligaba a mayores sacrificios al PP y al PSOE. Los viejos partidos querían recortes porcentuales, lo que consolidaba las diferencias. Las pequeñas organizaciones pretendían una fórmula de mailing conjunto „el envío de las papeletas y de una carta de presentación a los domicilios de los electores„, a lo que se han opuesto PP y PSOE, que creen que esta práctica es vital para el mantenimiento de sus clientelas€ En definitiva., se han prometido algunos gestos individuales de ahorro, pero el objetivo no se ha cumplido.

Muchos espectadores de esta farsa habrán incrementado sin duda su irritación y se sentirán tentados de dar la espalda a quienes aspiran a representarlos y se comportan de este modo. Esas personas deberían sin embargo reflexionar y darse cuenta de que esta es la única democracia que tenemos, que es reflejo de nuestras imperfecciones, y que no ganaremos nada, sino al contrario, si renunciamos a nuestro derecho de autodeterminación personal.

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