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Joaquín Rábago

¿A qué esas prisas con el TTIP?

¿Aqué esas prisas que les han entrado al presidente de EE UU y a la canciller federal alemana con el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP)? El acuerdo de comercio y protección de inversiones que negocian Washington y Bruselas a espaldas de 800 millones de ciudadanos tiene tal potencial de cambiar las cosas a ambos lados del Atlántico y no precisamente para mejor que debería ser al menos objeto de debate público.

Y lo que nos hemos conocido esta misma semana gracias a la filtración por Greenpeace de los documentos de la negociación no resulta precisamente tranquilizador. Los estadounidenses quieren poder vender aquí tanto su carne de vacuno hormonada como sus alimentos transgénicos y para ello presionan a la industria automovilística europeo, a la que ofrecen a cambio eliminar los aranceles a las exportaciones europeas de este sector.

Conocen la importancia de la industria automovilística europea, la fuerza de su lobby tanto en Bruselas como en Berlín y esperan que los fabricantes convenzan a sus gobiernos de las ventajas del acuerdo transatlántico para un sector del que dependen cientos de miles de puestos de trabajo. Pero si tan beneficioso es ese acuerdo, como lo pintaban tanto los gobiernos como los negociadores, ¿a qué tanto secretismo? ¿Por qué a los diputados alemanes, por ejemplo, según cuenta la prensa, sólo se les permitía echar un vistazo a los documentos en una sala especial en Berlín sin que pudiesen tomar notas ni discutir luego con terceros el contenido?

¿Tanto miedo tienen los gobiernos a sus ciudadanos? Y ¿esperan luego que los ciudadanos confíen en ellos? ¿Es eso lo que entienden por democracia? ¿No están alimentando con esa forma de proceder a los movimientos populistas que luego tanto critican? Puede ser que sobre todo al Gobierno de una nación fuertemente exportadora como es Alemania le interese presionar para que la Comisión firme cuanto antes ese acuerdo?

Pero al mismo tiempo los alemanes figuran entre los europeos que más se resisten a la entrada en Europa de lo que se conoce en inglés como "Frankenstein food" (comida de Frankenstein), es decir la que utiliza transgénicos. Y no es sólo eso: con el pretexto de homologar las legislaciones a ambos lados del Atlántico para eliminar las trabas no arancelarias al comercio, se busca muchas veces nivelarlas a la baja, erosionando por ejemplo el principio de precaución que rige en la UE tanto en materia de salud pública como en la protección medioambiental.

Los norteamericanos no quieren en efecto saber nada de eso e insisten en que mientras no haya suficiente evidencia científica de la nocividad de un producto, éste debe ser autorizado para el consumo humano sin que basten las simples sospechas de que puede causar daño. Del mismo modo, los trabajadores europeos gozan por lo general de mayor protección que los norteamericanos: Estados Unidos, por ejemplo, no ha firmado la mayoría de los acuerdos de la Organización Internacional del Trabajo, lo que facilita que en algunos Estados de aquel país los trabajadores no puedan formar comités de fábrica o estén prohibidas las huelgas.

Si uno de los factores que más contribuyen al rechazo de muchos europeos al TTIP es el temor a que se rebajen los estándares de protección de los consumidores, en Estados Unidos, donde existe también una fuerte oposición ciudadana al mismo, hay miedo a la pérdida de puestos de trabajo. Es algo que ocurrió ya allí tras la firma de acuerdos como el NAFTA entre EE UU, Canadá y México, que permitió a muchas empresas estadounidenses trasladar al sur del Río Grande parte de su producción, lo cual ejerció a su vez una presión a la baja sobre los sueldos: puro dumping laboral.

De todo eso y muchas más cosas, como la privatización de los servicios públicos, que se vería facilitada por el TTIP, o del poder que quieren arrogarse las multinacionales frente a las legislaciones nacionales, habría que hablar seriamente. No hay argumentos válidos para seguir negociando en secreto.

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