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Las librerías: otra nostalgia

Quizá recuerden aquello de que sólo se canta lo que se pierde y, en alguna ocasión, me he referido a ciertos lugares, testigos del pasado que, al desaparecer, se llevan consigo retazos de memoria. Sin embargo, los lugares de ocio, bares o restaurantes, son reemplazados, mientras que en el caso de las librerías asistimos, muchos con desazón, a una amenaza que podría terminar con su definitiva extinción.

La crisis del sector obedece a motivos varios. Al menor poder adquisitivo de los potenciales lectores, debido a una recesión que aún colea, se suma el auge de los libros electrónicos, con tiradas sumando Bubok, Amazon? que prácticamente igualan las cifras del tradicional y a un precio sensiblemente inferior. En EE UU, los libros digitales ya suponen más de un 20% del mercado y en nuestro país vamos a la zaga, poniendo en solfa la esperanza de algunos, hace pocos años, en el back to paper (regreso al papel). Además, el aprieto se extiende a otros ámbitos y repercute en las pequeñas editoriales, que habrán de coordinarse más y mejor so pena de desaparecer. Las fusiones están a la orden del día y en España, en concreto, cinco grupos (Anaya, Plaza y Janés, Salvat, Planeta y Santillana) copan la mitad del mercado, al igual que ocurre con otros cinco en EE UU o en Francia con sólo dos grupos: Havas y Hachette.

No obstante, es el efecto sobre el primer nivel, las tiendas de libros, el hecho que me preocupa, en sintonía con otros muchos (Carlos Garrido escribió hace pocas semanas un comentario al respecto). Es algo similar a lo que ocurre cuando oímos de dificultades macroeconómicas, supraestructuras ininteligibles para el común de los mortales y sólo vívidas cuando afectan al sueldo, la hipoteca y la cesta de la compra. El caso es que Bertelsmann, la multinacional alemana, aspira a ser la principal proveedora en libros del mundo, Internet mediante, y Amazon, la mayor librería on line, por operar desde Luxemburgo juega con ventaja ya que puede aplicar un IVA del 3% en lugar del 21%. Pero cuando siento la tormenta en carne propia es al comprobar que, en mi ciudad, cerró sus puertas Llibres Fiol y con ello la posibilidad de rebuscar entre los de segunda mano a la espera de un tesoro; también desapareció Ágora y sucedió lo mismo con la de Bonaire, felizmente sustituida por la Librera del Savoy, María Riutort, que puso el punto y final al duelo. Quedan otras, claro está, pero cada una de las perdidas, cuando frecuentadas, deja huella para esa nostalgia que se alimenta del incierto porvenir.

Cabe asirse a un último clavo porque todavía permanecen algunas, emblemáticas, contra viento y marea: la de los Hijos de Santiago Rodríguez, en Burgos podría ser la más antigua de España o Altaïr y La Central, en Barcelona, por no poner el acento en aquellas del extranjero que he visitado henchido de emoción: la Acqua Alta en Venecia, Shakespeare & Co. (París, junto al Sena), frecuentada en su día por Scott Fitzgerald y Hemingway o, no puedo soslayarla, la incomparable Lello e Irmao en Oporto, con cuyo propietario sigo manteniendo el contacto. Pero han cerrado otras, más cerca y que en su día fueron punto de referencia: en 2012 Áncora y Delfín en Barcelona, la Antonio Machado en Sevilla que, según leí, era propiedad de Alfonso Guerra? Y si, como aseguró Manu Leguineche, todo viaje comienza en una librería, nos veremos abocados al obligado sedentarismo a falta de ese primer paso con que iniciarlo.

Por situar los anteriores ejemplos en su contexto, convendrá precisar que, a pesar de seguir siendo hasta ayer mismo el país con más librerías de la UE, el liderazgo puede terminar porque, según el informe de la Confederación de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL), de las 7.074 que existían en 2008 se pasó a 5.887 en 2012 y 3.650 en 2014, año en que se cerraron cerca de mil. Y me entero de que continúan desapareciendo a una media de 18 por semana, mientras que las supervivientes se ven forzadas a competir con las "megatiendas", las ventas on line y soportar un IVA que convierte el precio, para muchos, en disuasorio; razones todas que inducen a que las librerías deban asumir actividades complementarias, desde conciertos a cuentacuentos, aunque en cierto modo ello desvirtúe, siquiera en parte, un reducto concebido para hojear en silencio y requerir si se tercia del consejo experto.

Podría deducirse de todo ello que los libros en papel y que, como dijo alguien, cuando en propiedad señalan dónde está tu hogar, tienen un futuro sombrío. Por eso, quienes aún no nos hemos rendido con armas y bagajes al digital convendrá que, a más de seguir comprando para revertir en lo posible la citada tendencia, seamos a un tiempo defensores activos del libro clásico e incluso sus difusores: aunque debamos arrojar los que ya hemos leído, como dicen que hacía Napoleón, por la ventana de nuestra carroza. Quizá caigan en manos de alguien que se convierta por ese expeditivo medio en aliado, porque lo cierto es que más allá de nuestra nostalgia, dispuesta a lo que sea (incluso a hacernos con una carroza), para los libros pintan bastos.

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