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Daniel Capó

El deshielo

La reunión entre Soraya Sáenz de Santamaría y Oriol Junqueras apunta hacia un hipotético deshielo en las relaciones entre el Gobierno central y la Generalitat de Cataluña. Cabe preguntarse, sin embargo, si es realmente así o si, por el contrario, forma parte de la danza de espadachines en la que estamos inmersos. ¿Ha renunciado Puigdemont a la aceleración independentista e intenta ahora negociar un "nuevo encaje", por utilizar el lenguaje tercerista? ¿O más bien se trata de un encuentro motivado por las necesidades financieras del gobierno catalán? Y desde la Moncloa, ¿Rajoy mueve ficha para desmentir su sambenito de inmovilista o quizás en busca de un aliado parlamentario para después de las elecciones de junio? Cuesta aceptar esta última hipótesis, como cuesta creer que la coalición Junts pel sí haya cambiado su objetivo final, más allá de los distintos atajos que pueda ir tomando a lo largo del camino.

La impresión es que el deshielo tiene más de coyuntural que de definitivo, más de táctico que de estratégico. Rajoy no se ha movido de su línea. Ofreció diálogo desde un primer momento, pero siempre dentro del marco constitucional de respeto a las leyes. La evidente dislocación del régimen fiscal autonómico con diferencias de hasta treinta puntos de financiación entre comunidades tendría que haberse resuelto mucho antes; sin embargo, cuando Mas planteó un acuerdo fiscal en la línea de los fueros vascos y navarros, ni el Gobierno central disponía de dinero ni la tensión territorial había llegado a los extremos de estos últimos dos o tres años. Por supuesto, el gran escollo de cualquier reforma tiene que ver la necesidad de dinamitar privilegios previos, cuyo coste electoral resulta difícilmente asumible para cualquier presidente de la nación. Es algo similar a lo que sucede con la Seguridad Social y el agujero de las pensiones, una situación que se preveía desde hace al menos treinta años y cuya solución se ha ido aplazando y aplazando de forma irresponsable. Pensar que se puede resolver el déficit presupuestario y el endeudamiento masivo sin subir los impuestos ni recortar las prestaciones sociales, al tiempo que se mejora la financiación autonómica, forma parte de los espejismos de la política entendida como mera voluntad. Pero, aún así, no deja de ser una cuestión técnica. La crisis catalana, en cambio, no es un problema técnico. O, al menos, no sólo un problema técnico.

Mientras Rajoy parece dispuesto a mejorar la financiación de las autonomías y tal vez a modificar un poco la Constitución, Junqueras y Puigdemont no se moverán de su discurso plebiscitario. Saben que cualquier cesión de Madrid en este sentido representaría un jaque mate al Estado. Rajoy también lo sabe y de ahí ese baile de espadachines acuciados por las necesidades de unos y los difíciles equilibrios parlamentarios de todos. Las autonómicas catalanas y, especialmente, las legislativas del pasado mes de diciembre distaron de ofrecer un resultado favorable a las tesis extremas del independentismo. La realidad es plural y no quedará otro remedio, pasado el verano y ya con gobierno en Madrid, que buscar de nuevo puntos de encuentro más allá de los maximalismos. La realidad suele terminar imponiéndose. Y la realidad de la política española y europea exige pactos. Lo contrario abriría un escenario no sólo incierto, sino también especialmente peligroso.

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