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Antonio Papell

La enemistad en el PSOE

En las primarias norteamericanas del Partido Demócrata de 2008, compitieron en reñida pugna Barack Obama y Hillary Clinton. Consiguió Obama la nominación, como es bien conocido, y se convirtió en noviembre de aquel año en presidente de los Estados Unidos. Y una de sus primeras decisiones de gobierno fue nombrar a su gran competidora secretaria de Estado, cargo en el que permanecería toda la legislatura. Obama y Clinton habían debatido con extrema dureza a la vista de todos durante las elecciones internas pero primaron las afinidades ideológicas, el respeto intelectual y la coincidencia en los criterios básicos.

En los regímenes pluralistas de nuestro ámbito político y cultural, los partidos políticos son organizaciones en que las decisiones se adoptan democráticamente, sin que el imperio de la mayoría haya de suponer la exclusión o la postergación de la minoría, que en todo caso debe aceptar deportivamente su posición y sumarse a las decisiones mayoritarias que representan la voluntad general del partido. En España, sin embargo, las cosas son casi siempre de otra manera. En el PSOE, pongamos por caso, la democracia interna ha solido ser traumática.

En el pasado ya remoto, cuando empezaron a imponerse las elecciones internas en el PSOE, hubo episodios poco decorosos. Tras las primarias de mayo de 1998 para elegir al candidato a la presidencia del gobierno, cuando Borrell ganó al entonces secretario general, Almunia, por 114.000 votos frente a 93.000, cundió primero el desconcierto ante la emergencia imprevista de un nuevo "líder social" (la expresión fue acuñada por Guerra) frente al secretario general, que debía quedar recluido en su cargo orgánico. El exvicesecretario general del PSOE declaró entonces que con aquella prueba de autonomía de las bases socialistas "se ha introducido en la escena política un elemento que ha fundido el hielo que había entre ciudadanos y políticos". Pero la realidad no fue tan gozosa como se preveía: la presión del aparato sobre Borrell se hizo exorbitante y en mayo de 1999 dimitía tras aflorar unas conductas irregulares de dos excolaboradores suyos en Hacienda (había sido secretario de Estado de Hacienda desde 1984 a 1991). Almunia, quien finalmente lo reemplazó, fue severamente derrotado por Aznar en el 2000 y las primarias para la designación del nuevo secretario general fueron ganadas por Rodríguez Zapatero, quien adelantó por un puñado de votos a José Bono. En este caso, hubo fair play y Bono sería ministro de Defensa en el primer gobierno que formó Zapatero tras su victoria electoral de 2004.

Tras la derrota de Rubalcaba en 2011, el PSOE se fracturó, no tanto entre facciones ideológicas sino entre familias políticas. Rubalcaba ganó por estrecho margen el congreso de 2012 y hubo de soportar la presión adversa de los derrotados, con Chacón a la cabeza. En 2014, tras el mal resultado en las europeas, fue forzado a dimitir y le sucedió Pedro Sánchez, que ganó unas primarias (con el 49% de los votos) a Madina (con el 36%). Pero desde 2011 el PSOE no se ha reconocido como un ente unitario. Los pasos de Rubalcaba, primero, y de Sánchez, después, han sido escrutados por sus conmilitones con una malquerencia fratricida que aflora a la superficie y tiene efectos devastadores sobre el crédito del partido. La ilación argumental es simple: si los barones socialistas desconfían ostensiblemente de Sánchez y le critican en voz baja, ¿cómo puede esperarse que los ciudadanos depositen en él su confianza? El fenómeno es difícil de explicar pero tiene que deberse sin duda al desahogo de las pasiones más bajas de una clase política que tan solo aspira a medrar y a obtener un beneficio personal del servicio público.

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