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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

¿Día del trabajo?

Hace muchos años, Roland Barthes dijo en una de sus clases de Literatura del Collège de France, en París, que la clase obrera había perdido el orgullo. Barthes acababa de cruzarse con una manifestación según nos contó, y le había sorprendido que se pareciera más a una fiesta infantil con pitos y globos y banderines de colores que a una protesta de obreros que manifestaban su enfado y que por eso mismo querían proclamar la esperanza en una revolución. "Comparen una manifestación actual con un cuadro de Delacroix", dijo Barthes, "y sabrán lo que quiero decir. Ya no hay gestos de rabia ni gritos ni furia de ninguna clase. Y sobre todo, ya no hay orgullo, ya no hay arrogancia ni desafío. Cuando yo era pequeño, en las manifestaciones de los obreros se veía eso. Ahora ya no hay nada de nada".

No sé si Barthes dijo aquello con alegría o con pesar, pero quizá había algo de las dos cosas. Imagino que a Barthes no le hubiera hecho gracia vivir en un régimen donde la clase obrera estuviera en el poder al menos sobre el papel, como ocurría en las "democracias populares" del este de Europa. De hecho, él había sido lector en el Instituto Francés en Bucarest, a finales de los años 40, hasta que las nuevas autoridades comunistas cerraron el instituto por "imperialista" y por ser "un nido de espías". En este sentido, supongo que sabía muy bien lo que le esperaba en un régimen hecho a la medida de la clase obrera, o dicho de otro modo, en un sistema que se fundase en el orgullo de la clase obrera: falta de libertades, dogmatismo ideológico, penurias económicas, una vida de lenta y sorda desesperación. Por eso, imagino, no lamentaba del todo que las cosas fuesen así en la Europa democrática. Pero también había un tono melancólico en las palabras de Barthes. Que la clase obrera hubiera perdido el orgullo le parecía una señal inequívoca de derrota, una prueba de que los menos favorecidos aquellos obreros orgullosos del Frente Popular que él había visto desfilar por las calles cuando era niño habían perdido para siempre la batalla.

Barthes pronunció aquella frase hacia 1979, cuando todavía existía la clase obrera y las fábricas europeas no tenían que competir con las fábricas de la India o de China o de otros muchos países del tercer mundo. En 1979 la globalización no había empezado aún y los sindicatos eran instituciones fuertes que tenían prestigio y afiliados. En la Europa democrática de entonces se pagaban muchos impuestos en Suecia se podía llegar a pagar un 102% o incluso un 109% de lo que se ganaba, cosa que denunciaron la escritora Astrid Lindgren (la autora de Pippi Calzaslargas) y que le costó a Ingmar Bergman una detención humillante en el teatro mismo donde ensayaba y una crisis nerviosa y un largo exilio de ocho años. Ahora bien, gracias a estos impuestos funcionaba un modélico Estado del Bienestar. Y la clase obrera no se manifestaba con orgullo ni arrogancia por las calles, no, pero vivía mucho mejor en Europa de lo que podría vivir en cualquier otro lugar del mundo. Tenía derechos sociales, pensiones, subsidios y una legislación favorable que no existía en ningún otro lugar del planeta. Y por eso mismo era normal que las manifestaciones obreras no fueran explosiones de cólera ni de orgullo, sino aquel espectáculo casi infantil con globos y banderitas de colores.

Me acordé de la frase de Barthes cuando vi en la tele las manifestaciones del 1 de mayo. Si en 1979 apenas quedaba rabia ni orgullo en esas manifestaciones, ¿qué es lo que queda ahora? ¿Resignación? ¿Desesperanza? ¿Nostalgia de un pasado que se fue para no volver? ¿O una especie de odio irracional que no es más que una dolorosa muestra de impotencia? No lo sé. Las perspectivas laborales son tan sombrías que hablar del día del trabajo ya es un contrasentido. ¿Qué trabajo? ¿El de los escasos privilegiados que tienen un contrato indefinido? ¿El de los que tienen contratos por horas y que cobran unos micro-sueldos que ni siquiera les permiten pagar un mísero alquiler? ¿El de los mayores de cincuenta años que ya ni sueñan con volver a encontrar trabajo? ¿O el de los jóvenes que han cumplido treinta o treinta y cinco años sin haber durado jamás tres o cuatro meses en un mismo empleo? Porque todos esos otros trabajadores también existen, aunque apenas tengan visibilidad de ninguna clase ni estén afiliados a los sindicatos ni se manifiesten el primero de mayo.

Desde el libro del Génesis, el trabajo es una maldición de la que nadie ha podido librarse, pero parece que hemos entrado en una nueva fase en la que ni siquiera el trabajo esa maldición está asegurado por mucho tiempo. En 1979 China ni siquiera había salido de una versión agraria del comunismo que mantenía el país como si viviera en el siglo XV. Y la India era una sociedad de castas y de intocables en la que la herencia británica sólo había logrado crear una buena red de ferrocarriles, unos buenos periódicos que nadie leía y unas universidades de las que ni siquiera tenía noticia la mayoría de la población. Ahora, en cambio, China y la India producen las mismas cosas que se producían en Europa y a unos precios mucho más económicos, así que las fábricas europeas han ido cerrando o se han vuelto muy poco competitivas. La globalización ha sido un desastre para Europa, pero no tanto para los países que vivían muy mal hace cuarenta años y que ahora viven bastante mejor, aunque esa prosperidad sólo haya alcanzado a un 20% o a un 30% de la población (mucha gente, en cualquier caso). Y lo peor de todo es que no parece haber ninguna esperanza. La clase obrera ya ni siquiera existe. Y ya no hay orgullo, no, sino tan sólo odio y frustración que nadie sabe hasta dónde pueden llevarnos.

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