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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El voto adolescente

La semana pasada, el Congreso debatió acerca de la conveniencia de instaurar el voto a los 16 años. La propuesta surgió a iniciativa de Esquerra...

La semana pasada, el Congreso debatió acerca de la conveniencia de instaurar el voto a los 16 años. La propuesta surgió a iniciativa de Esquerra Republicana de Catalunya y contó con el apoyo de la mayoría de partidos del hemiciclo, a excepción del PP y de C's, y la abstención del PNV. Los argumentos a favor de extender el voto a los más jóvenes son conocidos: por un lado, incentivar el sentido cívico de los adolescentes; aunque cabe pensar que ideologizaría aún más los años de enseñanza obligatoria en secundaria, ya de por sí bastante politizados. Por otro, se apunta a una dualidad en los derechos: un muchacho de 16 años puede trabajar, pagar impuestos, emanciparse, casarse y también interrumpir los estudios obligatorios; ¿por qué entonces no tiene derecho a votar hasta los 18? Y, de nuevo, dando un cariz demagógico a la misma cuestión, cabe preguntarse: ¿por qué a los 18 y no a los 17 años y medio? O, rizando el rizo, ¿por qué a los 16 y no a los 15 años y once meses? No podemos excusarnos en la superficialidad de estas ideas, porque la sociedad actual se moviliza de acuerdo a unos eslóganes de dudosa lógica, repetidos, eso sí, hasta la saciedad. Los porqués victimistas constituyen, por ejemplo, una de estas armas políticas.

Rebajar a los 16 la edad mínima de voto, como pretende la izquierda española, sólo conduciría a incrementar la volatilidad electoral según la moda del momento. Si el péndulo marcase un giro a la derecha, el voto juvenil apuntalaría ese cambio. Si fuese a la inversa, asimismo reforzaría la dirección contraria. En Cataluña, apoyaría la ruptura con el resto de España; en el País Vasco, seguramente también -de ahí las reservas del partido vasco de la estabilidad, el PNV-. En cualquier caso, por falta de madurez, sería un voto sesgado hacia el populismo. Un voto, digamos, a merced de la propaganda.

Una opción más interesante, como defienden algunos politólogos, sería extender el voto a todos los españoles, incluidos los niños y los recién nacidos, que votarían a través de sus padres. El sufragio adquiría así una dimensión realmente universal y supondría un respaldo al papel de las familias numerosas. Una pareja con tres o cuatro hijos contaría con mayor número de votos que otro con uno o dos; lo cual, a su vez, nos habla de la crisis demográfica en que estamos inmersos y que está cambiando el rostro de los países. Europa envejece y con el envejecimiento la estructura del voto también se modifica, potenciando los intereses de determinados segmentos de edad en detrimento de otros. Pensemos, por ejemplo, en la enorme inversión municipal que se destina a las actividades de la tercera edad frente a la escasa relevancia del gasto dedicado a los jóvenes. Ampliar el voto de las familias, a través de los hijos, serviría para equilibrar en cierto modo la representatividad de las distintas edades.

Pero no creo que los partidos políticos se planteen ninguno de estos interrogantes, sino sólo sus intereses cortoplacistas. ¿Me interesa o no que voten los españoles de 16 y 17 años? ¿Favorecerá ese hipotético voto a sus intereses de partido? Estas son las preguntas que se hacen y no otras, del mismo modo que así se ha ido construyendo el Estado autonómico o la Unión Europea: no desde un planteamiento a largo plazo, sino mediante el intercambio táctico de intereses puntuales. A día de hoy, el voto juvenil beneficia a los extremos, ya sean nacionalistas o de extrema izquierda, y poco -o muy poco- a la estabilidad. Gana Podemos y pierde el PSOE, gana el separatismo y pierden los constitucionalistas. Se trata de una tendencia que pretende la supresión de los elementos moduladores de la sociedad, ya sea la Corona, las instituciones, la independencia del Banco Central Europeo o del poder judicial. Nos dirigimos hacia una sociedad hiperreactiva entre aplausos generalizados. El narcisismo tiene estas cosas: de repente nos creemos los mejores y todo lo demás sobra. Sobran los extraños y, especialmente, lo que nos molesta de un modo u otro. Como las leyes, las instituciones independientes o la prensa libre.

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