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Joaquín Rábago

Todos presionan

No hace falta que nos lo digan: desde que se conocieron los resultados de las pasadas elecciones en nuestro país hay presiones de todo tipo a favor de una gran coalición presidida de nuevo por el PP. Presiona Europa, presionan los mercados, presiona la patronal y tratan de influir también en sus editoriales la prensa conservadora: es decir, todo eso que se ha dado en llamar "poderes fácticos".

Quienes, aun defendiendo esa salida, reconocen que el presidente del Gobierno en funciones no es el más adecuado para seguir al frente del país por la sucesión de escándalos en su partido de los que no ha querido saber nunca nada, le piden que se sacrifique y deje paso a otro. Se ha sugerido la fórmula de que sea un independiente quien presida un eventual gobierno de coalición entre el PP, el PSOE y Ciudadanos, que sería, según sus proponentes, el que más tranquilidad inspiraría a quienes realmente deciden.

Al optar por un pacto con Ciudadanos e intentar torcer luego el brazo a Podemos, dos partidos evidentemente incompatibles entre sí, el PSOE no parece haber dejado otra salida que no sea esa gran coalición o, alternativamente, la repetición de elecciones. La opción de un gobierno presidido por un tecnócrata parece ser la preferida por quienes tratan de sustituir la acción política por eso que llaman ahora "gobernanza".

Gobernanza no es sino la nueva forma de gobernar en la era de la globalización cuando se impone en todas partes la lógica del mercado: en la política, con la gestión público-privada de los servicios, en educación, en en justicia y otros sectores. La gobernanza equivale a una neutralización o vaciamiento de la política, reducida a pura gestión, a un debilitamiento del papel del Estado y, como indica el politólogo francés Yves Charles Zarka en Métamorphoses du monstre politique et autres essais sur la démocratie (editorial Presses Universitaires de France, 2016), "disfraza de soluciones técnicas salvadoras lo que son sólo intereses de clase".

Con ella desaparece toda deliberación pública sobre las distintas opciones, se impone el falaz mantra de que "no hay alternativa", y se mantiene a los ciudadanos alejados de la política porque se les hace creer que los asuntos que hay que tratar son demasiado complejos para el común de los mortales. Los tecnócratas proporcionan la única solución considerada viable y para ello hablan de crisis de la deuda, se olvida a los causantes reales de la crisis que fueron los bancos, y se impone a todos los gobiernos una política de austeridad por encima de todo sin tener en cuenta sus consecuencias muchas veces desastrosas para los ciudadanos.

Al mismo tiempo, como escribe Zarka, se descartan otras posibilidades como podrían ser el cambio de estatuto del Banco Central Europeo, atento sólo a la inflación y despreocupado del desempleo, el tantas veces mencionado gravamen a las transacciones financieras o la posibilidad de demandar por engaño a las agencias de calificación, que son sólo un instrumento del poder financiero. Y cuando en esas coaliciones que pretenden no ser ni de derechas ni de izquierdas llegan a confundirse los partidos que las integran hasta resultar indistinguibles, ¿debería sorprendernos que surjan de pronto voces en medio de los ciudadanos que se quejan con fuerza de que aquéllos ya no los representan?

¿Ha de extrañarnos que aparezcan de pronto esos grupos o movimientos que algunos llaman, sin matizar, "populistas" cuando entre unos y otros han degradado la democracia y se ha acabado perdiendo el sentido de la deliberación pública, de la discusión y el debate en torno al bien común?

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