Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Somos nosotros...

No resulta extraño tener un yihadista en casa y no es el primero si llevamos años relacionando con bastante mal gusto, por cierto el aumento de nuestro PIB con las desgracias políticas y la tensión terrorista de los países ribereños del Mediterráneo. Somos Mediterráneo, como lo son ellos, y esto es sólo un aviso. Mientras tanto, continuamos quejándonos, que se nos da muy bien. Etnológicamente venimos de una tradición donde no conviene decir que las cosas marchan: fija el foco sobre nosotros y despierta la envidia de los demás. Ya saben: apenas se cazan tordos en los colls y pescado, lo que se dice pescado, cada año hay menos. Puede que sea verdad, pero cuando no lo era, se decía lo mismo. A eso me refiero cuando hablo de tradición: al arraigamiento en la cultura de la queja.

Las estúpidas pintadas del otro día relacionando turismo y terrorismo tienen causas distintas (y alguna de ellas inconsciente). La primera, ya lo he dicho, es la estulticia de sus autores pasajera, probablemente, y debida a su juventud, sospecho que arrojan, sin saberlo, piedras sobre su propio tejado. Si su planteamiento fuera correcto, los que hayamos viajado hoy en día, todos, no como en la época de nuestros padres y abuelos hemos sido terroristas por las calles de Venecia, París o Amsterdam, por citar sólo tres ciudades asfixiadas por el exceso de la demografía turística (mientras sus habitantes escuchan el tintineo de las monedas al caer). Y lo hemos sido por el hecho de estar allí como lo estaban la pasada semana los turistas que pasaban estupefactos por delante de las pintadas de marras en Palma.

La segunda late más al fondo y podríamos bautizarla sui generis, quede claro como "el efecto corso". Todo lo extraño que no nos guste, adiós y prohibido: se vuela un chalet en la costa y se echa a un vecino del pueblo. Es táctica parecida a la que emplean los salafistas en Egipto o Túnez con sus atentados contra lo que se llaman "intereses turísticos". O lo que es peor: contra los turistas directamente, arrebatándoles la vida. Así no vendrán más, no soportaremos sus perniciosas costumbres, el país será más pobre y más fácil imponer la Sharía. Las pintadas insulto, señalamiento y culpabilización serían una versión muy descafeinada y desarmada de todo eso.

La tercera causa y vuelvo al principio es la cultura de la queja, tan nostrada, que todo lo inunda y mancha. La presión demográfica de los últimos veranos en la isla ha aumentado más que considerablemente y se ha hecho, a momentos, difícil de soportar. Algunas calles de Palma son, desde primavera, un hormiguero en efervescencia por el que es muy complicado transitar con naturalidad a veces dan ganas de llevar una pala matamoscas en la mano y las carreteras, entre julio y agosto, se convierten en una bonita pista de atascos circulatorios a prueba de nervios. Todo esto lo sepan o no sus desconocidos autores late detrás de las pintadas del otro día.

Ahora bien: ¿son ellos los únicos que echan las culpas de lo que nos pasa hacia afuera, o esto se ha convertido también en una cultura propia? Cuando uno oye hablar del incremento de los precios del suelo en el casco antiguo y la imposibilidad de que los mallorquines vivamos allí, debe hacerse unas cuantas preguntas y entre ellas la de si está libre de tirar la primera piedra. Porque lo cierto es que los precios imposibles del epicentro de Palma los ponemos nosotros con la ayuda del mercado y sus leyes de la demanda, que no de la oferta en este caso. Repito: los precios por las nubes los ponemos nosotros los mallorquines (y a mí no me miren porque no he pasado nunca de copropietario). Si podemos vender un piso a 850.000 euros, ¿por qué venderlo a 650.000? Si a 400.000, ¿por qué a 250.000? Ya no hablemos del Molinar o de Santa Catalina o de la copla instalada de un millón de euros, que tanto abunda: miren en según que inmobiliarias. Y si el dinero es sueco o alemán, en el fondo, mejor, así no vivirá donde vivimos aquel tipo que no nos cae del todo bien, aunque luego vayamos pregonando que no se lo queremos vender a un extranjero y que preferimos que se lo quede alguien de casa. Por pregonar que no sea y así quedamos estupendamente (pero la pasta, ay, es la pasta y lo del amor al patrimonio es mero pretexto para aumentar el precio). Y somos también los mallorquines no unos malvados marcianos los que pensamos que el alquiler turístico es un medio excelente de redondear nuestros ingresos (menguados, además, por la crisis). Y quien no está arreglando un diminuto apartamento heredado (un piset de terrat, por ejemplo, antes trastero), ha desgajado una pequeña parte de su vivienda para destinarla a esa clase de alquiler, o está buscando lo que sea para acondicionarlo a tal fin, porque el dinero en el banco no da nada y esto del turismo continúa siendo el cuerno de la abundancia. En el fondo pensémoslo bien y no nos rasguemos las vestiduras es otra modalidad del espíritu que llevó en décadas pasadas a crear agroturismos por toda la isla y a reformar casetes i casetons a fora vila para su alquiler. Entonces, ¿a quien echamos la culpa? ¿Al alma fenicia? ¿A la adaptación al medio? ¿A la capacidad de supervivencia? ¿A la memoria genética de la pobreza, no tan lejana? ¿A la condición humana?

Mientras tanto somos mayoría los mallorquines que si se diera el caso no podríamos comprar la casa donde vivimos. La misma que heredamos, o la que compramos dos o tres décadas atrás. No podríamos y si no, hagan números (y hace años que lo vengo diciendo). Es otra de nuestras esclavitudes, hijas de la prosperidad (y de cierta locura inmobiliaria, repito). Las esclavitudes hijas de la miseria y el caos son mucho peores, como estamos viendo al otro lado del mar y no deberíamos olvidar nunca. Pero hemos llegado a un punto en que nuestra casa nuestra verdadera casa no está en el casco antiguo, El Terreno o El Portixol, sino en la pura contradicción, que acaba siendo inhabitable, como empezamos a ver con claridad (y ahora quizá se trate de saber si hemos de seguir engañándonos, o no).

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