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Antonio Papell

España a medio gas

Este lunes, una cadena de periódicos publicaba un reportaje sobre la marcha del Plan Juncker cuando se cumple un año de su implementación, y en él se ponía de manifiesto que mientras Italia y Francia y el Reino Unido, a pesar de la campaña por el Brexit explotan al máximo los recursos y las oportunidades que ofrece esta iniciativa, España se mantiene al ralentí. De momento, se han generado a escala europea 82.100 millones de euros de los 315.000 millones previstos, pero España, que fue durante doce años consecutivos el país más beneficiado por los proyectos de inversión del Banco Europeo de Inversiones (11.933 millones en 2015), apenas si ha logrado movilizar 2.500 millones en el capítulo de infraestructuras e innovación, que crearán unos 5.500 empleos. Con toda evidencia, España funciona a medio gas, con un gobierno en funciones que tiene las manos atadas en lo tocante a resoluciones ejecutivas (y con la mente en otra parte) y un serio problema de gobernabilidad que genera claros efectos paralizantes. De entrada, podemos perder la oportunidad de recuperar a bajo precio el ritmo inversor en infraestructuras.

En un orden de ideas semejante, empiezan a alzarse voces que ponen de manifiesto que la coyuntura española, que se caracteriza por la desaceleración (debida en parte a la caída mundial de la actividad) y por la necesidad de proceder a un ajuste exigido por Bruselas, requeriría decisiones urgentes de singular calado, que difícilmente podrá tomar un gobierno en funciones. El Fondo Monetario Internacional ha revisado a la baja el crecimiento hasta el 2,6% este año y el 2,3% el próximo y en 2017 se crearán 350.000 empleos (no medio millón como sigue proclamando este gobierno). Paralelamente, el ejecutivo también ha anunciado una revisión a la baja de sus previsiones de PIB 2,7% este año y 2,4% el próximo que redundará en una menor creación de empleo (De Guindos ha hablado de 900.000 empleos en dos años, lo que significa que el año próximo será peor que éste en esta delicada materia). Esta semana, el Ejecutivo llevará a Bruselas el plan de estabilidad 2016-2019 y el programa nacional de reformas 2016, presentados ayer por De Guindos en el Congreso, que adolecen como es lógico de la inconsistencia propia de la situación de provisionalidad del gobierno. Y en tanto la Comisión nos apremia para que reduzcamos el déficit, se retrasa la negociación sobre la inexorable conveniencia de dilatar el plazo de convergencia, habida cuenta además de la política expansiva del Banco Central Europeo que dificulta este designio. Mientras tanto, el Gobierno ha realizado un simbólico ajuste de 2.000 millones de euros, consistente en la no disponibilidad de ciertos créditos que no se han explicitado, y que tiene un valor económico escaso.

La necesidad de un gobierno estable ya no es, en fin, un elemento subjetivo que pueda relativizarse. Porque esta situación de apatía política no sólo dificulta la gestión de lo cotidiano sino también la adopción de medidas más radicales que nos permitan preservar el crecimiento, incrementar la empleabilidad de los parados y, en última instancia, acelerar la caída del desempleo, que debe ser nuestro principal objetivo cuando todavía rebasamos la cifra insoportable de los cuatro millones de parados registrados. Se puede, en definitiva, amonestar a los partidos políticos porque parecen pensar que su incompetencia a la hora de seguir el mandato electoral de negociación y pactos es inocua y no tendrá por tanto contraindicaciones. La verdad es que esta demora absurda, que en principio nos arrastra hasta las elecciones del 26 de mayo y que bien puede representar un año o más de verdadero desgobierno, está dañando muy seriamente el interés general.

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