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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Terrores

Esta semana han aparecido unas pintadas realizadas con spray negro en el barrio de la catedral muy agresivas con la presencia de turistas. Están escritas en inglés y catalán, lo cual alienta la sospecha de que procedan de gentes que comparten la conocida propuesta de un antiguo rector universitario de apostar solamente por dos lenguas, catalán e inglés. Algunos de los textos rezan así: "Tourist you are the terror" y "El turisme destrueix la ciutat". A mi no me cabe duda alguna, poniéndome en el lugar del turista, que tales demostraciones de inquina producen incomodidad y malestar, el turista no viaja a lugares donde conjetura que no va a ser bien recibido. Y debe ser un poco complicado explicar al visitante que tales demostraciones de rechazo proceden de un número minúsculo de personas obsesionadas por la desaparición de una atmósfera ciudadana poblada exclusivamente por gatos y sombras. De la misma manera como no es posible soplar y sorber de forma simultánea, tampoco podemos simultanear nuestra apuesta por el turismo que alimenta los negocios y la mano de obra y nos permite un determinado nivel de vida y expresar el rechazo que nos produce.

Como tantas cosas en la vida, como la tecnología, el turismo es como el dios Jano con sus dos caras. Con una nos da trabajo y bienestar, con la otra se ha destruido buena parte del paisaje y se han generado problemas de abastecimiento de energía, de exceso de construcción, de residuos que hay que tratar, etc. Y vamos pasando alternativamente de la angustia ante la apertura de mercados alternativos que perjudiquen nuestra oferta, que los hoteles no se llenen, que aumente el paro, a la angustia de estar desbordados, las carreteras y las playas colapsadas, carentes de agua suficiente y las calles de nuestro centro transitadas por manadas de cruceristas. Hemos pasado de demonizar el turismo de sol y playa y aspirar a un turismo de mayor calidad, capacidad de gasto, y consumo cultural, en hoteles urbanos, ahora llamados hoteles boutique, a rasgarnos las vestiduras porque el centro ha perdido su añejo sabor provinciano y se ha convertido en un museo para turistas y en un parque temático impersonal donde proliferan las franquicias y las mejores marcas comerciales de Europa que allí se han instalado atraídas por el número y la capacidad de gasto de nuestros visitantes. Un fenómeno parecido al de Barcelona, donde también ha generado lastimeros lamentos por la pérdida del comercio tradicional, la expulsión de los moradores hacia la periferia por los altos costes de la vivienda y la consecuente pérdida de la identidad ciudadana.

Todo esto es verdad. Pero también es cierto que la rehabilitación de buena parte del casco histórico que, en muchos casos estaba en situación deplorable, no ha sido protagonizada por palmesanos y mallorquines sino por extranjeros que, en muchos casos han valorado mucho más que nosotros nuestro patrimonio. Lo he dicho algunas veces. La Palma actual no es la Palma abigarrada de mi infancia donde convivían pared con pared familias de abolengo en sus casas señoriales con casas donde vivían familias modestas, donde tenían sus talleres artesanos, carpinteros, zapateros, tiendas de comestibles, lecherías, droguerías, abacerías, etc. Palma está más hermosa, las fachadas muestran su belleza, las tiendas de diseño son espectaculares, como se puedan encontrar en París, Roma, Londres o Nueva York, pero las gentes que vivían en el centro ya no están, han sido expulsadas a la periferia, y la ciudad, a los que acumulamos años ya se nos presenta como algo extraño a nosotros, algo en lo que ya no nos reconocemos porque nos faltan las referencias que jalonaron nuestra biografía sentimental.

Yo no sé si el pasado fue mejor. Creo que no. Hemos pasado de una ciudad conservadora, levítica, provinciana, a una ciudad que expresa un mestizaje que la enriquece, donde la gente tiene más opciones que antes, donde se es mucho más libre. Pero donde existen más riesgos, más inseguridades, pero con potencialidades mucho más altas de las que entonces existían, donde el destino de cada uno estaba casi determinado desde la cuna a la sepultura. ¡Qué fantástico hubiera sido poder conservar los rasgos más entrañables de la ciudad de nuestra infancia y juventud y al mismo tiempo incorporar las ventajas de la modernidad en el urbanismo, en la cultura, en la expresión de las libertades individuales! Pero ésta era una tarea imposible. La dinámica económica, los cambios tecnológicos, el transporte, el entretenimiento, los cambios políticos y sociales que irrumpen en la parte más dinámica del mundo no tardan en hacerse presentes en los lugares más alejados. Es el cambio permanente. Y es casi imposible acertar con las previsiones que a largo plazo realizan las instituciones públicas como los ayuntamientos. Es casi imposible prever con acierto la senda del futuro por la que van a querer transitar los ciudadanos. Es posible establecer unas determinadas coordenadas de planificación, especialmente urbanísticas, pero incluso éstas van a ser muchas veces alteradas por los cambios tecnológicos, económicos, sociológicos y culturales que se vayan imponiendo. Los cambios en las ciudades se producen mucho más debido a los factores externos que he relacionado que a la voluntad política de los dirigentes políticos locales. Es absurdo enfocar el juicio a toda esta dinámica desde el punto de vista moral. Es así, simplemente. Son las instituciones, al fin y al cabo las que siguen, o deberían seguir, los cambios que van produciéndose en la sociedad, armonizando y reparando las brechas, las distorsiones, las incapacidades, las carencias. Y cuidando amorosamente (recordemos una frase de Faulkner: "El pasado nunca se muere, ni siquiera es pasado") el patrimonio monumental, artístico, cultural, que es lo que permite establecer el frágil hilo de continuidad que da sentido y personalidad, carácter, a una ciudad como Palma. No lo olvidemos, una de las mejores ciudades del mundo para vivir.

Las pintadas son un error, un ataque al patrimonio y una brutal descortesía con quienes contribuyen a nuestro bienestar. Hay que borrarlas. Y me parece un despropósito que Emaya diga que sólo va a borrar las que afectan al mobiliario urbano, que las que afecten a las fachadas particulares las borren los vecinos. Es una muestra más de insensibilidad de quienes dirigen la ciudad y deben procurar atajar el vandalismo, que para eso pagamos los elevados impuestos que nos crujen. Pero las pintadas, por muy minoritarios que puedan ser sus autores, son también expresión de un malestar que existe en realidad. Y haría bien el ayuntamiento en tenerlo en cuenta.

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