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Antonio Papell

La corrupción de fondo

La percepción de la realidad de muchos españoles ha incluido seguramente una visión renegrida de la política, una actividad crecientemente degradada por la corrupción, que siempre ha existido pero que ahora ha alcanzado cotas exorbitantes, capaces incluso de poner en riesgo el sistema. La lacra se habría extendido sobre un tejido profesional en decadencia, ya que la actividad política, mal pagada y cada vez más desacreditada, sólo ha atraído a medianías, que no han sabido resistirse a la tentación de la venalidad.

Si se eleva un tanto el punto de observación, se verá sin embargo que el asunto es mucho más complejo ya que, de un lado, el conjunto de los profesionales de la política forma un trasunto bastante fiel de la propia sociedad, y, de otro lado, la corrupción política no es más que una versión determinada de la amoralidad de las elites sociales, que son maestras en la elusión de las normas y de las obligaciones de ciudadanía.

Los "papeles de Panamá", 11,5 millones de documentos que "pesan" 2,6 terabytes, comprometen a una docena de jefes de Estado y de Gobierno, a varios centenares de políticos en ejercicio y a muchos miles de potentados que forman parte de las elites sociales en todo el mundo. Es cierto que la realidad global, en términos socioeconómicos y éticos, no se limita al paisaje que se divisa tras los "papeles de Panamá" pero no puede haber un dibujo realista de la globalización que no incluya ese elemento trascendental. Entre otras razones, porque ahora se ve que es falso el estereotipo de unas sociedades básicamente honradas, malbaratadas por clanes políticos corruptos: esos clanes, cuando existen, no son más que la reproducción a escala de las elites sociales que especulan con sus vastas fortunas, al margen de cualquier idea de redistribución o justicia social.

Hoy, son las clases medias, formadas en su mayor parte por asalariados estrechamente controlados por el fisco, las que sostienen en realidad el sector público a través de los impuestos sobre la renta y el consumo, en tanto quienes concentran el capital logran todavía reducir la presión fiscal efectiva a valores simbólicos. En este contexto, la clase política, que trataba de subir secretamente de estrato social, tentada durante décadas por la corrupción, ya sabe que se le han cerrado del todo las puertas a la picaresca por lo que ha pasado a formar parte de un estrato asimilable al de los funcionarios públicos, con la singularidad de que, además de exhibir mérito y capacidad, ha de recibir el refrendo electoral. A partir de ahora, los escrupulosos controles establecidos sobre su actividad asegurarán su sujeción a Derecho, es decir, el final definitivo de la corrupción política, que ya no existe prácticamente en los países más desarrollados de Europa.

De todo ello se deberían desprender dos grandes conclusiones: por una parte, es preciso actuar sobre las elites, a escala no solo estatal sino global, para evitar que se mantengan fuera de los sistemas sociopolíticos y continúen sin contribuir al sostenimiento de las instituciones comunes. La creciente dificultad de sobornar a los políticos facilitará esta sujeción a la ley de las grandes fortunas, de las elites exentas si se quiere utilizar la expresión de moda.

Por otra parte, una vez sometidos los políticos al escrutinio estricto que impida cualquier venalidad o corrupción en general, habrá que aplicar las leyes del mercado y del sentido común a su sistema retributivo: si pagamos a los diputados como jefes de negociado, tendremos jefes de negociado en los escaños. Y si han de estar en política los mejores, como quería Ortega, tendremos que pagarles lo justo para que no emigren a otros roles profesionales más lucrativos.

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