Resulta lógico que en un Estado de Derecho, uno de cuyos ejes es el principio de legalidad, los jueces tengan un gran protagonismo institucional. Prácticamente todos los actos de los poderes públicos son controlables en sede jurisdiccional. Apenas quedan minúsculos agujeros negros de inmunidad. Hasta las decisiones más políticas, como las leyes que aprueban los representantes del pueblo, pueden ser objeto de impugnación. Por eso las resoluciones que dictan quienes tienen la potestad de juzgar ocupan a diario una parte importante del contenido de los medios de comunicación. El ciudadano de nuestro Estado jurisdiccional debería, pues, poseer algunas nociones jurídicas básicas para seguir la actualidad informativa; de otro modo no comprenderá en ocasiones ni las viñetas humorísticas. No hay curso en que a su término no se me acerque algún alumno diciéndome: ¡por fin entenderé los telediarios!

A ello hay que añadir los litigios entre particulares propios de una sociedad altamente desarrollada y los procesos penales de mayor impacto mediático, o sea, los relacionados con la corrupción político-administrativa y financiera y los grandes fraudes tributarios.

Aunque la Justicia, en todos sus niveles, se colapse a menudo, los procedimientos discurran con lentitud geológica y la carencia de personal y medios técnicos haya devenido crónica, también es verdad que semejante situación refleja el éxito mismo del Estado de Derecho, que es ante todo un Estado de derechos y, consiguientemente, de jueces independientes que los tutelan en toda clase de vías procesales. Así como Groucho pedía a gritos más madera, ahora clamamos continuamente pidiendo más jueces. Somos una nación de demandantes, de recurrentes, de querellantes, de quejosos y hasta de querulantes. Y hemos convertido la acción popular en un sucedáneo de El Zorro. Causa asombro nuestra fe en la vieja, pero inexorable, tortuga judicial.

¿Pueden los integrantes de los órganos jurisdiccionales resolver los problemas de España? Desde luego que no. Pero los políticos en lugar de dialogar, negociar, concertar piensan otra cosa. Si nos hallamos ante un carajal imponente en Cataluña, ¿debemos confiar su superación únicamente al juicio del Tribunal Constitucional (TC)? ¿No sería mejor plantarse en el Parlamento catalán y exponer allí propuestas sensatas y realistas, y al mismo tiempo dejar bien clara la determinación más firme de no permitir jamás la secesión? Cuando se gobierna hay que hacer política, no trasladar a la justicia cuestiones que deben solucionar los políticos sin necesidad de acudir continuamente a la magistratura.

El vicio de judicializarlo todo constituye una epidemia nacional y puede que hasta un rasgo caracteriológico del arquetipo español. ¿Que el Gobierno en funciones no se deja controlar por el Congreso? Pues se acude al TC para que dirima una controversia cuya naturaleza política es de palmaria evidencia y presenta además un difícil encaje procesal. Detengámonos brevemente en este episodio, puesto que parece que el Congreso de los Diputados está dispuesto a hacer uso de la vía de los conflictos entre órganos constitucionales del Estado, instituida por la ley orgánica del Tribunal Constitucional. Por cierto, y antes de nada: ¿no es chocante que en un régimen parlamentario el Parlamento demande jurisdiccionalmente al Gobierno? ¿Ya hemos dimitido definitivamente de la noble función de hacer política?

Escribí hace poco que el control parlamentario del Gobierno en funciones debe restringirse al máximo y ceñirse a la obtención de las informaciones indispensables relacionadas con el ejercicio de sus competencias por parte del Gabinete. La razón no es otra que el Gobierno ha dejado de ser responsable ante el Congreso. Por lo tanto, a Gobierno cesante Congreso latente. En relación con el alcance del control, ello significa que no caben debates parlamentarios destinados a fijar la orientación política del Gobierno. Ahora bien, puesto que el Gobierno, según la ley 50/1997, debe limitar su gestión al "despacho ordinario de los asuntos públicos", absteniéndose de adoptar cualesquiera otras medidas, "salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique", son precisamente tales medidas las que pueden ser libremente fiscalizadas por el Congreso: las urgentes a posteriori y las otras con carácter previo. En estas circunstancias el control parlamentario resulta típicamente político, y no meramente informativo, ya que el Gobierno únicamente dirige la política cuando goza de la confianza del Congreso, lo que, por definición, es imposible en el caso de un Gobierno en funciones.

¿Es necesario acudir al TC para que fije los deberes y limitaciones de ambas partes o bastaría una praxis política cimentada en la mutua lealtad constitucional de los grupos parlamentarios? Para mí la respuesta es bien clara: cuando hasta las relaciones entre el Gobierno y las Cámaras se confían al criterio de los jueces, los políticos demuestran su completa incapacidad. Ninguna extrañeza, pues, ha de suscitar la impotencia que exhiben en la formación de un nuevo Gobierno.

* Catedrático de Derecho Constitucional