Es de sobra conocido el cuento popular versionado por Andersen sobre el traje nuevo del emperador. Unos sastres avispados le prometen al vanidoso emperador un traje fastuoso hecho con los mejores materiales, y con la virtud mágica de resultar invisible para los estúpidos e incapaces para su cargo. El traje no existe pero nadie, incluido el emperador, se atreve a decirlo en la convicción de que tal vez los demás sí lo vean y resulte descubierto. El monarca llega incluso a "lucirlo" en un desfile en el que es aclamado por todos sus súbditos. Hasta que un niño grita que el emperador va desnudo y todos, incluido el emperador, caen en la cuenta del engaño aunque ninguno lo reconoce y el desfile continua.

El cuento existe en mil variantes entre numerosas y distantes tradiciones culturales, así que debe responder a una experiencia humana universal. Y es que el poder tiene muchos inconvenientes y no sólo para quienes no lo tienen. También para los poderosos el poder implica graves riesgos, y el peor de todos no es perderlo, como creen. Es peor todavía perder todo lo demás menos el poder. Y, más en concreto, es mucho peor perder el sentido bajo el encantamiento que borra la distinción entre los deseos y la realidad.

Y es que los poderosos tienen la constante tentación de creer que la realidad se parece más a lo que pretenden que a lo que los demás piensan, entre otras razones, porque muy pocos les dicen lo que realmente piensan y casi todos les confirman y satisfacen sus deseos. Y así, poco a poco, cuanto más poderosos más desnudos se van quedando y menos son los que se aventuran a decirles que la realidad no coincide con sus deseos, y todavía menos los que sobreviven después de decirlo.

Sin embargo, todo hombre con poder debería tener presente que la vanidad vuelve transparentes las vestiduras y le deja desnudo ante los demás que, aunque le ven en paños menores, le adularan, al menos los que le teman. La fatuidad nos inclina a una condescendencia inmediata con quienes nos alaban. El día que un poderosos llegua a creer en los elogios que recibe es también el día en que sus vestiduras se han hecho transparentes. Por eso entre los séquitos reales se acostumbraba a tolerar la presencia de los bufones, personajes a medias entre los locos, los niños y los payasos: ellos eran los únicos que podían decir la verdad sin correr el riesgo de perderlo todo. Y al decirla el bufón ponía a salvo del ridículo al rey y del fingimiento constante a los demás.

Por eso hay que estar precavido con quienes no tienen sentido del humor, y mucho más si no son capaces de reírse de sí mismos. El humor humaniza el poder y evita la locura de creer que las cosas son como el poderoso quiere que sean, porque introduce una fractura que deja ver y aceptar la imperfección de la realidad, también de la propia. Por el contrario, tomarse demasiado en serio es la primera forma de evitar que nos avisen de que andamos desnudos. Es frecuente que quienes carecen de sentido del humor carezcan también de sentido común y, si llegan a tener poder, se conviertan con facilidad en payasos sin gracia, es decir, terroríficos.

Si se tiene poder es conveniente saber que cuando los demás se sienten obligados a darnos la razón sin que la tengamos, es porque nos han diagnosticado una locura casi incurable: la presunción del poderoso. Y es que cualquier hombre prudente debería llevar mucho cuidado con quienes de ordinario le dan la razón. Más todavía: alabar y darle la razón al poderoso debería estar prohibido como un atentado a su equilibrio psíquico y moral y al bien común. El poder mismo perdería así parte de su nociva atracción.

Estar trastornado es algo parecido a vivir en una historia que nadie más puede creer: la pérdida del sentido suele acarrear la soledad; pero si se tiene poder ese mundo trastornado sigue habitado por cuantos dependen de él para sobrevivir o prosperar. Hay instituciones enteras que son como La Mancha de un Quijote que paga las nóminas o hace los nombramientos. Por eso, si nadie se atreve a enfrentársele o corregirlo el poder se parece a la locura en que crea una realidad hecha de dislates. Los que no estando locos son llevados por su miedo o por su interés a vivir en un mundo hecho de la locura de un poderoso, deberían mirarse en el espejo del bueno de Sancho Panza para aprender de él por lo menos compasión por sus dueños.

Una de las formas en las que la verdad nos hace libres es, precisamente, liberándonos de nosotros mismos, dejándonos salir y ver la realidad. Para lograrlo es necesario que el poder no aniquile la modestia del poderoso. Pero no es suficiente porque para descubrir que vamos desnudos es necesario verse con la mirada de alguien veraz y fiable; así que solo hay un espejo capaz de descubrirle al poderoso que está desnudo: la amistad.

Y el único sustituto útil de la amistad aunque de menor eficacia y calidad es la crítica, pero ésta requiere que el miedo al poderoso se haya limitado; esa es la ventaja de las democracias respecto de las dictaduras. Sin embargo, en las democracias el miedo es sustituido por el afán de medrar, de manera que puede ocurrir que tanto los que nos alaban como los que nos critican lo hagan por la misma razón: por su propio interés. En realidad solo los niños y los que son capaces de una mirada resueltamente desinteresada, pueden romper la espiral alimentada por la vanidad del poderoso y el interés del medrador.

La entereza moral de una ciudadanía libre debería ser el sujeto de dicha crítica. Pero, por si acaso, esa función está encomendada a periodistas, jueces y demás oficios que hacen de la independencia su justificación. El problema es que con frecuencia se convierten a su vez en poderosos. De ahí la modesta idoneidad de cómicos y filósofos, pues la inutilidad efectiva de cuanto decimos confirma nuestra semejanza con niños y bufones. Así descargamos a los demás del arriesgado trance de tener que decir la verdad a los poderosos: que el poder suele desnudar al que lo tiene.

(*) Filósofo