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Daniel Capó

La Europa herida

La Europa herida por el terrorismo es un reflejo de la fragilidad de la democracia. No me malinterpreten: en un país democrático conviven la fortaleza y la fragilidad a partes iguales. Y es bueno que sea así. Digamos que el parlamentarismo se sitúa en una difícil encrucijada entre la perfección imposible y el resentimiento estéril. Su calidad se degrada cuando los gobiernos caen en la partitocracia o se someten a los intereses de una oligarquía determinada. Es un sistema que exige consenso, pero también valentía; cesión entre los distintos partidos, pero también una mirada a largo plazo para construir el futuro. Un Estado democrático reivindicará el laicismo como virtud pública, aunque no sólo en lo que tiene de neutralidad ante el fenómeno religioso, sino sobre todo en lo referente a las ideologías. Los límites a la libertad son cívicos. La realidad forzosamente debe ser plural y, por tanto, no se halla exenta de tensión.

La Europa herida: debemos volver a esta imagen porque confirma que el terrorismo islámico ataca aquello que detesta. Y lo que odia son, no lo duden, nuestros valores democráticos: la libertad de pensamiento, la igualdad entre hombres y mujeres, la tolerancia religiosa, nuestros estándares de vida, la protección social... Confunden la fragilidad de la democracia con la cobardía o la debilidad. Y creen que, ensangrentando las calles de las ciudades europeas, van a conseguir destruir ese fino entramado de libertades que conforma nuestro mundo. Como los viejos partisanos, los yihadistas actúan por sorpresa buscando deteriorar la convivencia y fracturar la cohesión social. Tomemos nota de esto, para que no lo consigan: cada atentado dibuja el mapa de una tragedia, un nuevo eslabón en la cadena de horrores. Pero el gran peligro para nosotros sería caer en la trampa del histrionismo y ceder a la propaganda de los excesos; es decir, lepenizar la política. ISIS no puede triunfar militarmente, del mismo modo que ni el IRA ni la ETA ni ninguno de los grandes grupos terroristas que hubo en la segunda mitad del siglo XX lograron sus objetivos. La paciencia, la contención y la inteligencia fueron entonces mejores aliados que el pánico o las decisiones aceleradas. Caer en los guiños populistas o en los remedios xenófobos no es la solución; como tampoco lo es el espejismo de cerrar unas fronteras que resultan porosas de un modo inevitable. Habrá que aprender a convivir con el terror sin renunciar a los valores que nos definen. Firmeza y mano tendida. Fortaleza y cohesión.

Para Europa el primer riesgo pasa por cebar los extremismos, que alimentan los discursos autoritarios a la derecha y el odio contra Occidente a la izquierda. El segundo, casi de igual importancia, consiste en no avanzar en el anclaje europeo de seguridad: más y mejor transferencia de información, actualizar el marco legal para facilitar la lucha contra los terroristas y una prevención más eficaz. El terrorismo actúa de forma capilar y mediante infiltración transfronteriza. Su uso de la propaganda es global y se dirige contra ese espacio único de libertades que engloba la Unión Europea; por ello, creer que renacionalizando la seguridad se podrá frenar la expansión del yihadismo no deja de ser una ingenuidad. Aquí, menos Europa no es más, sino todo lo contrario. O lo que es lo mismo, hay que reivindicar que el gran valor de la democracia se fundamenta en la decencia de la gente decente. Y éste constituye el legado que no podemos ceder a los fundamentalistas.

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