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JOrge Dezcallar

Obama en La Habana

La llegada a La Habana de un presidente norteamericano es un acontecimiento. Desde la revolución de 1959 que llevaría a instaurar un régimen comunista-familiar dirigido por los hermanos Fidel y Raúl Castro, las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba no podían ser peores, con episodios como la frustrada invasión de bahía Cochinos o la instalación en la isla de misiles soviéticos en la época de la Guerra Fría que a punto estuvo de costar un enfrentamiento nuclear entre Kruschev y Kennedy. Por no hablar de intentos de acabar con la vida de Fidel, de la comisión de atentados terroristas en los propios EE UU, o de balseros desesperados que trataban de huir del paraíso en embarcaciones inverosímiles. El embargo norteamericano, al que se opuso siempre España, incluso en tiempos de Franco, fracasó porque no consiguió su objetivo de acabar con el régimen cubano sino que fue utilizado por éste como excusa para tratar de justificar la inoperancia del comunismo y su incapacidad de dar una vida digna a los cubanos tanto en lo político como en lo económico. Y dificultó las relaciones entre los Estados Unidos y el resto de América Latina.

Pero al margen de ser utilizado por el régimen castrista para explicar lo injustificable, el embargo ha causado un enorme sufrimiento al pueblo cubano al imponerle un castigo económico por encima del político que ya les daba el régimen. Ese embargo sigue hoy en pie a pesar de los esfuerzos de Obama por acabar con él porque su fin no depende de la voluntad del inquilino de la Casa Blanca, sino que está en manos de un Congreso dominado por el partido Republicano que no desea darle ninguna baza al presidente, ni siquiera en la recta final de un mandato de ocho años en los que Obama ha tenido en Capitol Hill a su peor enemigo. Y no es previsible que esto vaya a cambiar a la vista de la extrema polarización que vive el Great Old Party, desgarrado por los excesos de una larga campaña de primarias que por ahora domina Donald Trump, un personaje que parece aglutinar lo que de peor tienen los Estados Unidos. Su reciente y abrumadora victoria en las primarias de Florida, el estado de Marco Rubio, le ha forzado a éste a abandonar la carrera presidencial. En Florida viven dos millones de cubanos y la victoria de Trump es indicativa del ambiente que allí predomina. La relación con Cuba es un asunto tanto de fría política exterior como de apasionada política interna para la Casa Blanca y eso exige ir con pies de plomo en lo que se haga. Y a los cubanos de Miami no les gusta nada este viaje de Obama.

Desde que llegó a la presidencia, Obama quería cambiar la relación con Cuba y en alguna ocasión nos lo hizo saber mientras yo era embajador en Washington, pero necesitaba un gesto de La Habana que le ayudara ante su propia opinión pública interna. Ese gesto llegó con la liberación de Alan Gross, que repartía en la isla Biblias y aparatos para comunicarse por internet (y que fue por ello detenido y acusado de espionaje), y con el acuerdo de repatriar a la isla a varios cubanos detenidos en los EE UU acusados de actividades terroristas. Siguieron luego gestos como sacar a Cuba de la lista estadounidense de estados terroristas y otros relacionados con los visados y viajes, las transferencias de dinero o el uso del dólar para transacciones comerciales. Pero Obama era muy consciente de que el camino sería largo porque el embargo sigue en pie y tardará en abrogarse, igual que no se observa mejora alguna en la situación de los derechos humanos en Cuba. Por eso el encuentro de Obama y Castro marca un camino y una intención más que un resultado, con la esperanza de que la apertura del régimen al exterior, las visitas turísticas y, en definitiva, su menor aislamiento, contribuirán al cambio que la isla necesita, pues el aislamiento produjo el efecto contrario. Pero no hay que hacerse ilusiones excesivas porque ese proceso tampoco será corto sino que durará por lo menos tanto como el reinado castrista, pues no son previsibles cambios significativos en las libertades de los cubanos mientras alguno de los hermanos Castro siga al timón del país.

Por eso, si la visita de Obama se produce ahora no es tanto por un cambio en las circunstancias, que no han cambiado, como por una conveniencia compartida por parte de ambos presidentes. El norteamericano, animado tras el buen resultado de las negociaciones de París sobre el clima y del acuerdo nuclear con Irán, quiere sumar otro éxito internacional antes de abandonar la Casa Blanca el próximo mes de enero, mientras que el cubano se ve una vez más con el agua al cuello ante la posible declaración de insolvencia de Venezuela y el fin de las remesas de petróleo a cambio de maestros, médicos y agentes de seguridad (un movimiento que Caracas debe medir bien dada la influencia de La Habana entre los militares venezolanos). Además, recibir a Obama aumenta el estatus internacional de Raúl Castro mientras elimina una hipoteca que pesaba sobre el conjunto de relaciones de los Estados Unidos con el subcontinente iberoamericano.

Es una lástima que la actual parálisis que vive nuestro país desde las elecciones de diciembre nos esté dejando al margen de la normalización de relaciones entre la que fue nuestra "perla de la Corona" y el resto del mundo. Primero visitó La Habana Hollande y ahora lo hace Obama. Otro tren que perdemos.

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