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José Carlos Llop

Intemperie

Las imágenes de los refugiados sirios cruzando un río agarrados a una cuerda y la decisión europea de pagar a Turquía para que se los quede, me han hecho pensar en los refugiados españoles en los campos de Argelès, junto al mar, custodiados por tropas coloniales formadas por sudaneses y argelinos. Allí hubo enfermedades, hambre y rencor entre facciones: la guerra civil continuó de otra manera y se produjeron en los campos asesinatos y venganzas. Años después, algunos de aquellos refugiados se unirían a la Resistencia contra los alemanes y serían los primeros en entrar en París con los tanques de la Brigada Leclerc. Es sabido que esos tanques llevaban nombres españoles -uno de ellos el de Don Quijote- y en aquel momento nadie en París recordaba ya Argelès. Habían pasado demasiadas cosas -y la mayoría terribles- como para recordarlo. El horror sólo lo borra un horror mayor.

Los que huyen de Siria en busca de este paraíso inventado que se llama Europa, ya saben ahora que la sombra de su guerra también los persigue hasta aquí y hay alambradas y rechazo y maniobras políticas para que no traspasen los muros de la ciudadela. Cunden entre ellos la desesperación y las enfermedades que provocan el hacinamiento, la incertidumbre, el hambre y el miedo. Y al otro lado empieza a cundir también el temor y su fruto: la autodefensa, sin valores. De los lamentables hechos de Colonia al ascenso de los partidos xenófobos en las última elecciones alemanas. El criminal noruego Breivik sabe perfectamente lo que hace al saludar a lo nazi con un perfeccionismo manierista que no veíamos desde los documentales de Alemania en los años 30. No es necesario ir muy lejos. Esta misma semana unos hinchas del PSV Eindhoven lanzaban monedas a unas mendigas balcánicas en la Plaza de España de Madrid. Las lanzaban como cacahuetes a los monos en el zoo y se reían y aplaudían entre ellos mientras bramaban como gorilas excitados. Ellas corrían de aquí para allá tras las monedas y también reían y aquí soy incapaz de interpretarlas. El espacio entre unas y otros era -repito la imagen- como el foso de un zoo. Dos días después, un hincha del Sparta de Praga orinaba sobre una mendiga humillada a los pies de otros salvajes como él. Breivik -como los movimientos radicales de signo contrario- sabe qué pulsión está tensando y conoce las señales de una sociedad tocada y vacía, cuando se desliza hacia la paranoia.

Europa no está resuelta y a estas alturas se desconoce a sí misma, probablemente porque ha olvidado demasiadas cosas. El euro y el reglamentarismo de Bruselas no lo son todo. El economicismo tampoco. El ingreso de países que no estaban preparados para entrar -algunos de ellos apoyados por Gran Bretaña y su política de sabotaje desde dentro de la Unión- no ha ayudado a comprenderse y saber donde se está y lo que se es, sino todo lo contrario. Europa ve en los refugiados al toro que quiere secuestrarla, pero el toro ya es un fantasma que ha creado ella misma al olvidarse, precisamente, de lo esencial de sí misma. Confundir Europa con el euro y el PIB es desconocerse y quien se desconoce no puede, ni sabe, ayudar a nadie.

El europeo está más en peligro que antes y no por la migración (por cierto, de emigrantes pasamos a inmigrantes y ahora a migrantes, por modernidad puntillosa no nos quedamos, desde luego). El europeo está en peligro por sí mismo. Una sociedad que no puede dar refugio al necesitado, tampoco se lo puede dar a sus propios miembros y llevamos demasiado tiempo perjudicándonos, más a la intemperie que nunca. Los ejemplos los tenemos hasta en casa. El ciudadano va perdiendo su condición a marchas forzadas y nadie se inmuta. La persona es rebajada cada día -en la televisión y en la calle- y nadie se inmuta. El insulto y la descalificación son lenguaje cotidiano en el espacio público y parece lo normal. El uso de la fuerza -sea esa fuerza cualquier clase de poder, dinero o la simple fuerza bruta- aflora cada vez más y se mira hacia otro lado. Lo que mejor se exporta entre países de la UE, después del turismo de masas, es la delincuencia y se impone el fatalismo. Hay más pero no sigo, que es domingo.

El hecho de no saber qué hacer con los refugiados salvo esconderlos con dinero bajo la alfombra turca, no indica más que otro hecho: que no sabemos exactamente qué hacer con nosotros mismos. Ya ha ocurrido otras veces y quizá que vuelva a ocurrir no es más que otro rasgo europeo cuando Europa se desenfoca. Uno de los más inquietantes, por cierto.

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