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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Descomposición

Rita Barberá protagonizó una rueda de prensa en la que, además de aportar papeles y más papeles pretendiendo demostrar que el PSOE es mucho más corrupto que el PP, admitió haber aceptado la invitación del juez que investiga el delito de blanqueo de dinero negro por parte de los concejales del PP en el ayuntamiento de Valencia a declarar de forma voluntaria, sin acogerse al aforamiento que le permite su condición de senadora. Anteriormente, Barberá había rechazado comparecer a instancias de Les Corts valencianas, a cuyo nombramiento debía su condición parlamentaria, argumentando que nunca iba a someterse a la acción de los tribunales populares izquierdistas, equiparando la cámara autonómica a los tribunales administradores de la justicia revolucionaria. Veía su cabeza en el cesto. Barberá afirmó con contundencia que en sus veinticuatro años como alcaldesa jamás había incurrido en delito alguno. Hizo caso omiso a las grabaciones en las que una concejal de su confianza, María José Alcón (ahora la viva imagen de la desolación, ojerosa, desgreñada, cubierta con su capa de lana de ganchillo), esposa de su vicealcalde Alfonso Grau, implicado en el caso Noos y detenido como recaudador de la trama Taula, explicaba a su hijo el procedimiento seguido para blanquear el dinero negro obtenido de las comisiones por la adjudicación de contratos del ayuntamiento de Valencia. Ella, como nuestro Jaume Matas, se dedicaba a la política, no a la gestión de los asuntos ordinarios de la administración municipal por mucho que aparezca su firma en el cheque de 1000 euros al PP mediante el cual cada concejal contribuía a blanquear los dos billetes de 500 euros en negro que el partido les había entregado. Una miseria, calderilla, según el relato del arrepentido yonqui del dinero, Marcos Benavent, ahora seguidor de la ataraxia budista, puro surrealismo fallero.

Pero lo significativo no son las declaraciones de Barberá. Lo relevante es que por primera vez se evidencian las diferencias internas en un partido como el PP que hasta ahora siempre se ha presentado ante la opinión pública como una formación sin fisuras, monolítica, granítica, escurialense. Solamente Juan Vicente Herrera, presidente de Castilla y León, se atrevió hace pocos meses a sugerir a Rajoy que se mirase en el espejo antes de decidir su continuidad como candidato del PP. Hasta hace pocos días sólo el ex presidente de Murcia, Alberto Garre, y Jaime Ignacio del Burgo, antiguo presidente de la Diputación Foral de Navarra se atrevieron a pedir a Rajoy que se hiciera a un lado para facilitar la formación de gobierno en España. Despachados con displicencia por la jerarquía como resentidos en situación de salida. Ahora, mientras Rajoy y la secretaria en diferido Cospedal han dicho sentirse confortados y tranquilos tras la rueda de prensa de Barberá, los nuevos valores del PP auspiciados por el propio Rajoy, las nuevas caras televisivas, Maroto, Casado y Andrea Levy, han manifestado su hartazgo. Maroto lo ha expresado sin tapujos: "Me alegro mucho de que el partido haya expedientado a Rita Barberá". Sigue vivo. Algo se está moviendo en el PP cuando los más cercanos contradictores a Rajoy siguen vivos. Y puede significar el inicio del fin. Ni el país ni su propio electorado creo que vayan a conformarse con un personaje más propio de una comedia de Pedro Muñoz Seca que del reto de regenerar España.

Pero lo que parece que esté sacudiendo al PP no es un movimiento telúrico propio. Más bien parece que es un movimiento telúrico de fondo el que está alterando los esquemas del ejercicio del poder en los partidos. Fue hace unos días cuando el amigo gallego de Pedro Sánchez, José Ramón Gómez Besteiro, secretario general del PSG-PSOE, investigado por diez presuntos delitos (prevaricación, cohecho y negociaciones prohibidas) por su gestión en la diputación de Lugo, presentó su renuncia a ser candidato a la Xunta de Galicia. Pero varias voces en el PSOE ya están sugiriendo que la simple invocación al código ético del partido por parte de Sánchez, que no exige dimisiones en la organización partidaria de un investigado hasta la apertura del juicio oral, es una medida insuficiente puesto que se renuncia a algo que no se desempeña (la candidatura a la Xunta) mientras se continúa ejerciendo el cargo de secretario general. Se aducen las medidas tomadas contra adversarios de Sánchez, como Tomás Gómez, destituido como secretario general de Madrid sin haber sido investigado por la justicia por su gestión como alcalde de Parla, para acusar de arbitrismo a aquél. Susana Díaz se ha mirado en el espejo, se ha visto molona y se ha apresurado a decir que en Andalucía, Chaves y Griñán habían tenido que dimitir de sus responsabilidades por el caso de los Eres. El caso es que frente al reiterado eslogan de Sánchez de las fuerzas del cambio frente a las del inmovilismo y la corrupción, se levanta la evidencia de que la corrupción ha permeado todo el tejido partidario (hasta Girauta se desconcierta por las fotos de la tercera de C's por Madrid, Eva Bórox, con Marjaliza) y que se necesita algo más que un frentismo anti PP para atajar lo que aparece como una descomposición acelerada del sistema político.

Sabíamos que el sistema estaba agotado, pero ignorábamos si su transformación en algo que aun no sabemos discernir iba a producirse de forma súbita, a contracorriente de los esfuerzos en comandita de sus máximos valedores, PP y PSOE, o por la vía racional de la adaptación consensuada de ambos ante la irrefrenable e inevitable demanda de aire puro que en algún momento ha parecido surgir de la ciudadanía, precisamente para evitar saltos incontrolados al vacío. Que los esfuerzos de los diputados estén más dirigidos a controlar al gobierno en funciones (que, esperpénticamente, parece dispuesto a argumentaciones escolásticas con tal de resistirse a dejarse controlar por el órgano que encarna la soberanía nacional), que en la formación de gobierno que evite unas elecciones anticipadas (que muy probablemente reproducirían los bandos actuales de una guerra civil partidaria no declarada) y saque definitivamente al país de la crisis, demuestra que muy por encima de los intereses del Estado, su porfía está dirigida a acabar con el enemigo. Por si la batalla entre Rajoy y Sánchez y viceversa no fuera suficientemente sangrienta, Pablo Iglesias ha decidido sumarse a la carnicería no ya dirigiendo misiles de cal viva y cursilerías contra el PSOE, sino contra enemigos mucho más peligrosos, los propios, como atestiguaría Stalin en sus purgas de los años treinta, cuando tantos comunistas de corazón murieron fusilados con el nombre del camarada secretario general en sus labios. Ni corrientes ni nubarrones ni errejones, un partido unido bajo las consignas del más cursi de los revolucionarios (los revolucionarios ya no son lo que eran). Su carta explicativa a los militantes concluye con un "os quiero" que ya reivindicaría para sí un personaje de cómic para chicas de los años sesenta, Florita. Lo dicho, una descomposición que a nada sólido apunta.

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