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Daniel Capó

Crisis humanitaria

Hay que prestar atención a las tendencias, algunas de ellas importantes. En Bruselas se respira un cierto pesimismo, que pone de manifiesto la dificultad de gestionar una realidad plurinacional tan compleja. Un primer problema sería el mandato democrático. Así como los gobiernos de los Estados se revalidan cada cuatro años ante sus electores, los ritmos tecnocráticos de Bruselas son otros y también su mirada sobre el continente. Esta discrepancia se ha acentuado con la superposición de diferentes crisis: la Europa rica del norte frente a la subsidiada del sur; la Europa que responde a los intereses inmediatos de los Estados frente a la que desea avanzar en la integración; la Europa fracturada por un renovado nacionalismo o por el malestar social y la seducción de los nuevos populismos, esa estúpida tentación de la democracia perfecta. Como los "sonámbulos" de la I Guerra Mundial el gran libro de Christopher Clark, la UE lleva años haciendo equilibrios en una cuerda floja que amenaza con romperse en algún punto: la fragilidad de la moneda única; las olas de pánico causadas por la crisis de la deuda soberana, el paro y los recortes; el continuo riesgo de salida de algún país miembro del Grexit al Brexit; la desestabilización en Ucrania y la difícil relación con Rusia. Y, por supuesto, no podemos olvidar un problema central para los europeos como las reticencias alemanas a la hora de asumir su liderazgo, seguramente por motivos de política interna.

La Europa desunida se enfrenta ahora al aluvión de la emigración incontrolada: cientos de miles de familias de Siria o Irak que llegan por los corredores balcánicos, desafiando las fronteras y el frío. La magnitud y la velocidad del movimiento migratorio corroen buena parte de las convicciones que creíamos asumidas. La Europa de la tolerancia y de la socialdemocracia generosa se muestra ahora con un color distinto, menos agradable. La primera reacción de Merkel, abriendo las puertas de la UE, ha puesto en peligro su propio liderazgo en Alemania, además de incrementar los recelos entre los distintos socios de la Unión. Los mensajes xenófobos aumentan, sobre todo entre los países más afectados por el aluvión. Se reinstauran los controles fronterizos y, en lugares como Dinamarca, se aprueban leyes para quedarse con las pertenencias de los refugiados. En realidad, el pacto al que se ha llegado con la autoritaria Turquía de Erdogan nos habla más de la debilidad europea que de la fortaleza de nuestra unión.

En un ensayo de una dureza terminal, Más allá de la culpa y la expiación, el filósofo Jean Améry nos recuerda que la humanidad depende de la confianza en el prójimo. La certeza, por ejemplo, de que ante una situación extrema no se nos dejará caer, ni que sean nuestros adversarios. Améry fue torturado por los nazis durante la II Guerra Mundial y cuenta cómo nunca recuperó su dignidad, precisamente porque no pudo recobrar su confianza en el ser humano. Es una lección que también nos sirve en estos momentos.

Occidente se ha construido siempre sobre una serie de tensiones no resueltas del todo: entre el peso del ayer y la urgencia del futuro, entre la religión y el laicismo, entre la razón pura y los dictados de la emoción, entre la utopía y lo posible. Esas tensiones, si se encaran con inteligencia, permitirán que sigamos avanzando. Las respuestas apresuradas no resolverán la crisis europea, como tampoco lo hará el pánico o las urgencias cortoplacistas del electorado. Y parece que ha llegado el momento de que Europa dé otro gran salto hacia adelante.

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