Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Otra Catalina Homar

Durante muchos años he pasado por delante de Ca Na Bardina, la casa que s'arxiduc regaló a Catalina Homar en Valldemossa. Es una casa de piedra, muy hermosa, de dos pisos, proporciones nobles, gran entrada y desván. Carece de patio posterior y también de jardín. Los gatos se posan en el alféizar de una ventana que da a la calle. Los gatos, tan mediterráneos... Sa moixa y sa moixarra la gata y la gataza, eran los malnoms con los que se refirieron a ella a partir de su liaison archiducal. Eros y poder, eros y economía, dos viejos asuntos. En esos apodos se destila una concepción puritana de la vida, hija de otro poder, el religioso decimonónico, pero también el escándalo ante la transgresión del sistema feudal heredado inmovilista como la piedra y la envidia por la riqueza, o la seguridad, obtenida con ello. Una cosa es el fornicio, otra el pecado y otra convertirse, además, en la señora de la casa. Sa madona duu es maneig.

¿Fue inteligente Catalina Homar? Sus hechos públicos los privados apenas se conocen nos dicen que sí, pero a veces olvidamos que seguimos sin movernos de la vida de una sociedad feudal: el campo en Mallorca a finales del siglo XIX. Una herencia que aún hoy se perpetúa en algunas conductas y valores establecidos. Por ejemplo el de la listeza sobre la inteligencia. El gran valor que se da a la listeza ser viu, ser puta, ya no digamos, ser molt puta y el valor ajeno, raro, como de cuerpo extraño, de la inteligencia "sí, pero no és dels nostros". Lo que a veces conduce al gran simulacro: convertir la inteligencia en pura listeza para convivir más o menos tranquilamente, sacar la máxima tajada y no sentirse ajeno a nada. Catalina Homar conocía otros simulacros, pero no éste. Y sabía que en Mallorca "ser viu" era mejor que "ser intel·ligent" y Mallorca era el mundo. Lo sabía atávicamente; lo había mamado ella y lo habían mamado sus antepasados. De ser varón, quizá alguien la hubiera podido apadrinar para que entrara en el seminario. Pero nada más. Era hembra y aquel príncipe rubio y fuerte la miraba con una curiosidad animal cuya pulsión ella conocía bien. Lo demás, el territorio que él había adquirido, también lo conocía bien, muy bien. Nada la echaría hacia atrás.

A menudo tengo la impresión de que Catalina Homar sólo convivió consigo misma. No sé si alguna vez amó al archiduque y tampoco sé si el archiduque la amó a ella. La poseyó, la consideró suya, la guardó muy celosamente (aunque no hay celo suficiente sin amor). Ninguna de las tres cosas impidió que Catalina Homar continuara siendo quien era. En cuanto a ella, probablemente, lo hizo feliz en la cama, cuidó de s'Estaca, y mantuvo durante un tiempo cierto equilibrio en una parte de la corte archiducal. Y las tres cosas afianzaron a Luis Salvador en sus costumbres personales. Viajaron juntos por el Mediterráneo y ella conoció París, Viena, Venecia, El Cairo y Jerusalén. Ninguna otra payesa de la época hubiera soñado con algo parecido. Aprendió un poco de francés e italiano, algo de griego y un pequeño vocabulario árabe. Trató con hombres y mujeres de distintas riberas del mismo mar y años después se enamoró, se cuenta, del capitán del Nixe. La pasión erótica del archiduque respecto a ella ya había entrado en su ocaso, pero aún así ese enamoramiento era un riesgo. Luis Salvador siempre fue un déspota sentimental y había dado muestras de ello con el lulista y preceptor de los menores de su corte, Mateo Obrador, a quien abandonó en el helado invierno veneciano, sin dinero ni protección, por haber intentado acceder, parece, hasta la cama de una de sus favoritas. Y lo mantuvo en ese destierro durante meses con un desdén imperial y el silencio como toda respuesta a sus súplicas epistolares. Pero historias, digamos que adúlteras, siempre las hubo en esa pequeña corte. Tiene su lógica entre adultos y más aún en un reino cerrado y plagado de sutilidades en los pesos y contrapesos del poder en el grupo. Además, ya se sabe que en una casa grande, los hombres y las mujeres siempre son pequeños y juegan. Por contra, en una casa pequeña hay menos espacio para el juego y todo se oye.

Cuando Catalina Homar muere, s'arxiduc hace dos cosas: manda esculpirla en mármol y escribe un libro en su memoria. La intención de ese libro es doble: por un lado identificar a Catalina Homar con el paisaje y las costumbres de s'Estaca: desde la elaboración de la malvasía al contrabando de la zona, pasando por la conserva de melocotones. Como si a través de la etnología pudiera acercarse a la persona más que a través de sus rasgos psicológicos. Rasgos de los que apenas habla más allá de su bondad, lo que suena más a epitafio y a pose de retrato que a carnalidad de vida. ¿La diferencia entre ambos mundos? Sí y no. Cuando Catalina muere, ella y el archiduque llevan casi siete años sin verse. Son muchos años en la vida de alguien que sólo vivió treinta y seis. Su relación duró la mitad de esa vida, dieciocho años y de ellos, repito, casi siete sin verse, ni desearse; alejados el uno del otro en todos los sentidos. Pero no en las formalidades. Catalina continuaba siendo sa madona de s'Estaca y s'Estaca un fragmento de s'arxiduc. La economía de nuevo; también el poder. En esa etapa de separación, Catalina Homar le escribe a menudo dándole cuenta de lo que ocurre en la finca, cuelga racimos de uva moscatel como ofrenda de espera, le envía por carta los primeros pámpanos de las vides... "Venga, aunque sólo sea por unos días", le escribe, solícita. "Venga a cuidarse de La Estaca", insiste. Pero Luis Salvador de Habsburgo-Lorena no va, no la visita, no fondea su yate bajo las casas. Y tampoco Catalina tiene ya excesivas ganas de verlo; sólo de no perder lo que ha ganado que es muchísimo y disfruta. Y cumple: escribe, da noticias, ruega su presencia. Que el abandono archiducal pudiera trocarse en algo peor, como ha ocurrido en otras ocasiones, le preocupa tanto o más que su enfermedad. Lepra, dicen unos, contagiada en Tierra Santa; otros que sífilis contagiada por el príncipe austríaco. Éste la recuerda, casi al final del libro, junto a su prima la emperatriz Sissí: "Catalina quedó sorprendida de su augusta figura; no es que admirase su alta posición, sino la suave sonrisa que a todos subyugaba. Las dos mujeres se hablaban como si se conociesen de antiguo, y no es extraño, porque en ambas dominaba el sentimiento de lo humano. El sol descendía en el horizonte y el mar brillaba como el oro, envolviendo las dos figuras femeninas con una aureola de gloria. Fue como una transfiguración". Exacto: una transfiguración: la payesa mallorquina y la emperatriz austríaca igualadas por la belleza del paisaje y la naturalidad del trato entre ambas. Sin jerarquías. Y él, Luis Salvador de Habsburgo-Lorena, como cénit y nadir. La mano que mueve la suya al escribir ese pasaje es la de la muerte. No la suya, aún, sino la de dos mujeres que le entendieron y llegaron a amarlo en algún momento de sus vidas.

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