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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Heraldos negros

De entre los muchos comentarios periodísticos sobre las fallidas sesiones de investidura de la pasada semana me han llamado la atención los que hacían alusión a la crispada atmósfera en la que se desenvolvieron; a la extrema agresividad con la que Pablo Iglesias acusaba a Pedro Sánchez de dejarse influenciar por quien (aludiendo a Felipe González) tendría el pasado manchado de cal viva; al desplante canalla con el que Gabriel Rufián, el portavoz de ERC vestido de muerte, se dirigía chulescamente a la cámara. Era una atmósfera que se remitía directamente a 1936, al mefítico aire impregnado de rencor que anunciaba la Guerra Civil española. La historia no se repite sino como farsa porque la sociedad española en nada se parece a la de 1936, pero el espectáculo ofrecido por esos políticos incapaces de acordar un gobierno que defienda los intereses mayoritarios, obsesionados por el fingimiento ideológico que les siga asegurando réditos electorales, no puede sino acarrear graves perjuicios al país, a este país tan mal gobernado, tan exhausto, que suspira por una plena regeneración económica, social y moral. Félix Azúa, conmocionado por el tono de los debates, hacía alusión en El País del pasado martes a cómo señalaba Azaña en su exilio de 1939 a los responsables de la Guerra Civil: la cobardía de Francia e Inglaterra, el caos criminal de la extrema izquierda española y la traición delirante de los nacionalistas catalanes. Otro gallo cantaría si cada diputado, en vez de estar protegido por su élite sectaria confeccionadora de listas cerradas, tuviera que enfrentarse en su circunscripción uninominal a la rendición de cuentas ante sus electores. Ni uno solo de los partidos presentes en el Congreso se aparta de la tesis de que el poder es patrimonio exclusivo de los políticos y no de los ciudadanos.

Rajoy, presidente de un partido devorado por la corrupción, acusó con descaro a Sánchez de corrupción porque había aceptado el encargo de investidura del rey, en un discurso de rancia casticidad, de Tratado de los Toros de Guisando y de bálsamo de Fierabrás. De repente, hasta el ministro Margallo pareció moderno. El hombre incapaz de limpiar siquiera las gafas desde las que nada ve, pretendió aleccionar sobre aquella mácula ofreciendo una interpretación alucinada del artículo 99 de la Constitución. Sánchez habría incurrido en corrupción al haber convencido al monarca de que disponía de los apoyos suficientes para superar la investidura. Ni consta tal versión, ni tal requerimiento figura en ninguno de los apartados del tan citado artículo. Ningún sentido tendría el del apartado cuarto, de que, en caso de no otorgarse la confianza, se tramitarán sucesivas propuestas en la misma forma prevista en los apartados previos. Rajoy porfiaba tramposamente por escurrirse de la responsabilidad de haber declinado el encargo del rey y haber otorgado a Sánchez el protagonismo que le ha asentado provisionalmente en su cargo partidario. Una torpeza política de pretendido ventajista de la cual no se va a poder desprender nunca. Ya ha anunciado que va a morir matando, que va a ser candidato a las próximas elecciones. Bloquea a su partido e imposibilita la regeneración democrática de la política en España. Para huevos, los suyos.

Comprendo que el papel de fingidor de Pedro Sánchez se torne exasperante con un competidor de la catadura de Pablo Iglesias. Es casi imposible acumular en el tan corto espacio de tiempo de cuarenta y ocho horas el odio, el rencor, la agresividad guerracivilista, el oportunismo que no se para en mientes para abrir los noticiarios de las televisiones, sea a golpe de beso en los labios con Domènech, sea a chupetón de teta de Bescansa, el puro espectáculo histriónico mostrado el miércoles, con la gangosa cursilería de la oferta de alcahuetería parlamentaria del viernes. Algo parecido a la vergüenza ajena es lo que uno experimenta ante tal ejercicio de narcisismo ejecutado sin el menor recato; antes bien, convencido de su supuesta condición de "moderno", en la medida que se cree investido a sí mismo de la sandunga propia de la transgresión de los descamisados, algo tan viejo y demodé como épater le bourgeois.

Sánchez no se cansa de declarar dentro y fuera del parlamento que ya le gustaría a él un pacto de izquierdas, pero que las izquierdas no suman. Y que, por tanto, no hay más opción que la transversal de centro que sí puede resultar de la abstención, sea de la derecha del PP, sea de la izquierda de Podemos. Lo dijo a la salida de su primera entrevista con el rey, cuando se topó con que Iglesias ya le había formado gobierno: que los militantes de PSOE y Podemos no entenderían que ellos dos no se pusieran de acuerdo. Es decir, lo procedente, para Sánchez, es pactar con Iglesias (al fin y al cabo Rivera es la extrema derecha, la marca blanca del PP, la derecha de la derecha, etc.) No lo hace no sólo porque el comité federal le prohíbe sentarse con quienes defienden el referéndum de autodeterminación en Cataluña y porque no pueda aceptar las abstenciones condicionadas de ERC y DiL; no, no lo hace porque los votos de Podemos sumados a los de IU, Compromís y PSOE son insuficientes. Por tanto, siguiendo su razonamiento, lo que él cree adecuado a las necesidades de España es pactar con Podemos, con esa misma extrema izquierda que le acusa de estar mesmerizado por González. Ésta es una interpretación. La que se deduce de sus propias palabras. Ofrezco otra. Esto de que ya le gustaría pactar con Podemos es puro fingimiento dirigido a anestesiar a los votantes socialistas partidarios de un gobierno estrictamente de izquierdas. Él sabía que gobernar de acuerdo con su propio programa derogando absolutamente todas las reformas del PP (se desconoce la alternativa económica del PSOE), pactando con una fuerza como Podemos partidaria de medidas parecidas a las que impulsó Syriza en Grecia, era un camino seguro al fracaso. O no lo sabía pero le convencieron de ello. Ha escogido el camino realista, el que conviene al país. Pero ante el temor de que le pueda costar votos por su izquierda, argumenta que lo hace obligado por el tablero parlamentario, de mala gana, en contra de sus propias convicciones de auténtico hombre de izquierdas al que no deben abandonar sus votantes. Hay otra interpretación. La peor, aunque todas son tremendas: sin las limitaciones impuestas por su entorno político, con tal de ser presidente del gobierno hubiera tragado con todo a sabiendas del disparate que estaba cometiendo: incluso con tener a Iglesias de vicepresidente, incluso con llevar al país al abismo. Claro que de esto último, sin enterarse.

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