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Antonio Papell

Modernización fallida

¿Cómo van a ser capaces los actores políticos de llevar a cabo por consenso la modernización de España si ni siquiera son capaces de formar un gobierno tras las últimas elecciones?

Esta interrogación que precede, que cabe en un modesto tuit, compendia el drama español de esta hora, que necesariamente provoca frustración. Teníamos, en efecto, ciertas razones para el optimismo. Los movimientos sociales, más o menos espontáneos, y en todo caso reflejo del dinamismo de nuestra colectividad, infundieron al país unas ansias de regeneración y cambio que han terminado teniendo importantes efectos electorales. El viejo sistema cuasi bipartidista ha dado paso a otro mucho más complejo, basado en la crítica al anquilosamiento y a la corrupción de las viejas estructuras, así como en la necesidad de proceder a una reforma a fondo del statu quo.

Prueba de esta disposición dinámica es que tanto el PSOE como Ciudadanos como Podemos llevaban en sus programas electorales la reforma constitucional, fundamento de un cambio de mentalidad que implicaba enterrar la vieja decadencia, con su secuela de corrupción incorregible, y que exigía además un nuevo estilo, un nuevo talante, una nueva manera de concebir la idea de representación y, por ende, la democracia misma.

Muchos no creemos que esta transformación deba ser una "segunda transición" porque no se trata de partir de cero (en modo alguno hay que hacer tabla rasa de un acervo de valores que está plenamente vivo y en vigor), ni de llevar a cabo un cambio de régimen, pero sí aceptaríamos el concepto en los términos en que lo plantea Rafael Jorba una de las mejores cabezas analíticas de este país, con su inteligente visión periférica cuando reclama una segunda transición "que no sea tanto el resultado del pacto entre las dos Españas la primera transición como el camino para alumbrar una tercera España, es decir, una España no combatiente sino pacificadora y reconstructora, como la definió Gaziel". Y aclara Jorba que llega a esta conclusión después de escuchar los discursos de Rajoy y de Iglesias en que "ambos levantaron dos murallas simétricas: una defensiva, la de una derecha cerril que se considera como la única legitimada para gobernar, y otra ofensiva, la de una izquierda pura y dura que arremete contra los socialtraidores y esgrime el puño desde la tribuna".

Estas evidencias dan valor al meritorio pacto conseguido por las dos formaciones centristas, el centro-izquierda socialista y el centro-derecha representado por Ciudadanos, una fuerza liberal emergente que quiere liberarse de buena fe de los residuos oligárquicos de una derecha que no ha sabido depurarse y que se ha contaminado tanto que ya no es posible pactar con ella en tanto no proceda a su propia catarsis y depuración. Frente a ellos, es inquietante la voz estentórea de Pablo Iglesias reclamando al PSOE que no se contamine con los efluvios de una formación no estrictamente de izquierdas, sin ver que es la hora de la transversalidad y del consenso. Y resulta también tedioso escuchar a Rajoy reclamando para sí poco menos que el derecho incontestable de proseguir su propia obra, sin advertir el gran clamor de cambio que han lanzado dos terceras partes de los votos emitidos el 20D.

En esta coyuntura, lo dramático es que hemos empezado a fiar la solución del caos a unas nuevas elecciones que no resolverán nada, cuando lo necesario sería integrar los resultados actuales para modernizar en común un viejo país que necesita el ímpetu de todos antes de echar de nuevo a andar con la frescura de un adolescente.

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