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Crónica en rosa

"Como las cosas no podían ir a peor, mejoraron" O al menos ése es el alegato optimista de Kafka en su diario. Sin embargo, tratándose de España, la capacidad de sorpresa ante un nuevo deterioro va quedando reducida a la nada. Eso sí, no me negarán que por lo menos es divertido. La libertad de expresión además de uno de nuestros derechos fundamentales es un mantra al que cualquier estúpido se acoge para justificar sus sandeces. Porque poder decir lo que pensamos o defender lo que creemos no garantiza que el objeto de nuestros pensamientos o creencias no sean auténticas locuras. La libertad de expresión no asegura la infalibilidad, ni la competencia, ni la inteligencia. Ni siquiera que aquello que se dice se ajuste a la realidad de unos hechos. No descubriremos aquí los múltiples defectos del periodismo amarillo y morboso que atiende las demandas de una sociedad que sigue reclamando groseras intromisiones en la intimidad: ése que en este país ha desembocado en innumerables ediciones de Gran Hermano, o en incontables programas de citas, o en tertulias políticas o del corazón que no son sino versiones del mismo Sálvame.

Pero ahora hemos conseguido rizar el rizo. Porque esta banalización lúdica ha llegado al Congreso de los Diputados, muy probablemente empujada por quienes buscan un minuto de gloria en las teles o un titular en los periódicos del día siguiente. Y es que lo importante del debate de investidura fallida de Pedro Sánchez han dejado de ser los argumentos. No por ello hemos dejado de oír razonamientos de profundo calado intelectual como el de que un charnego defendiendo la independencia de Cataluña en castellano es la derrota de quienes la rechazan. Al final resulta que lo trascendental ha sido el beso entre Pablo Iglesias y Xavier Domènech a lo Breznev y Honecker o el flechazo entre la popular Andrea Levy y el podemita Miquel Vila con eso de que los polos opuestos se atraen. Mientras tanto, todo apunta a que nos encaminamos irremediablemente a unas nuevas elecciones, que nos costarán a todos 130 millones de euros, sin contar las campañas de los partidos.

Y así parece que va a continuar el teatrillo hasta entonces. Que si ahora Felipe convoca a los partidos, que si aún no. Que si no haces lo que yo quiero traicionas a tus votantes, que si cal viva. Que si yo soy el más votado, pero me pongo de perfil cuando me encargan formar gobierno. Que si está éste me niego a pactar: es mi Scattergories y me lo llevo. Todo muy edificante. Más o menos digno del patio de un colegio de parvulitos. ¿Qué digo? Probablemente los niños de cinco años atienden más a razones. Y en éstas estamos mientras las limpiadoras de hoteles tienen que medicarse para empezar su jornada laboral. O mueren matrimonios de ancianos tras seis días sin poder comer.

Lo que más nos fastidia a algunos es tener que darle la razón a un tipo como Otegi cuando al dirigirse a Podemos advertía de la imposibilidad de democratizar este país. Entendiendo por democratizar llevar a cabo un auténtico saneamiento de las instituciones y ponerlas al servicio de las necesidades reales de los ciudadanos y no de frivolidades como añadir faldas a los semáforos. Un Otegi que, por cierto, ha vuelto para quedarse. Aclamado por las multitudes que lo desean de lehendakari ahora que se ha dado cuenta de que la vía política es el camino. Ya podrían haberse iluminado hace 40 años y casi mil muertos. Pero, al parecer, seis años de cárcel dan para algunas cosas. Tal vez con diecinueve habría llegado a las conclusiones de Urrusolo Sistiaga. Lejos de erigirse en víctima de una imaginaria persecución que genera presos políticos, el otrora miembro de ETA avisa de la necesidad de evitar tentaciones violentas en los jóvenes, ya que aún ve gente dispuesta a coger las armas. Y sus prioridades pasan por la disolución definitiva de la banda y que sus integrantes pidan perdón a las víctimas. Los presos políticos son los encarcelados por sus ideas. Otegi sólo fue condenado por una de ellas: la de que era lícito pegar un tiro en la nuca a quien opinaba diferente. Cambiar y rectificar tenía algún valor cuando lo hizo Yoyes. Y así le fue.

Pues, mientras todo esto ocurre, el periodismo y la política se tiñen de rosa para entretener a un personal cada vez más enfermo moralmente. Que se ampara en una mal entendida libertad que no sirve para garantizar la justicia para las víctimas de ninguna clase. Sin embargo, tampoco es conveniente cometer el error de caer en un cinismo y una apatía hacia la vida pública que nos impida minimizar las consecuencias del espectáculo al que asistimos desde el pasado 20 de diciembre. Tal vez, para hacer realidad la máxima kafkiana, sólo sea necesario repasar los comportamientos de unos y otros antes de volver a las urnas en junio.

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