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El espíritu de las leyes

Todos en el escenario

El Parlamento es al mismo tiempo ágora y teatro. No pueden los actores, por muy bien que "representen" he ahí una palabra clave en la asamblea y en la escena, ocultar completamente sus propias pasiones y debilidades dentro de los rasgos distintivos de los respectivos personajes. Como tantas veces ocurre, a algunos el papel que el director de la obra (ese príncipe moderno llamado partido) les ha asignado, es un papel que les viene grande: quien carece de reciedumbre psicológica y moral resolverá pésimamente el compromiso de interpretar los caracteres fuertes; quien odia a todos cuantos no se le rinden admirados de su pretendida inteligencia política no ha de aspirar a otro papel que el del intoxicador Yago en la tragedia de Otelo y Desdémona; quien adolece de hidrofobia nacionalista mal cabe que haga de pacífico y leal ciudadano de una democracia constitucional. Unos son impotentes, otros azuzan y encizañan, otros apuñalan por la espalda, otros huyen de las celadas de los correligionarios, y otros, en fin, disfrutan plenamente de la juventud y el amor.

El protagonista de la representación, Pedro Sánchez, está metido en el arduo empeño de la investidura por escapar del cerco de los barones del PSOE, a punto de descabezarlo en el próximo Congreso del partido, dados sus pésimos resultados electorales. De ahí que, imitando a Forrest Gump, no deje de correr y correr: negocia con Podemos, Izquierda Unida y Compromís, pacta con C's, convoca un plebiscito de la militancia para reforzarse ante el Comité Federal, afronta con impavidez la bronca sesión parlamentaria y la pinza PP-Podemos? y espera anhelante al acecho del caprichoso azar. Piensa que si continúa corriendo (hay que seguir negociando o aparentar que se negocia, hoy con éstos, mañana con aquéllos, pasado a cuatro bandas, luego a tres) aumentará sus posibilidades de supervivencia política, confiando en que el paso de las semanas y la próxima cita con el voto refuerce su liderazgo. Y si las urnas le sonríen habrá demostrado que se trata de un verdadero animal político. Ahora bien, tengo para mí que, a pesar del meritorio voluntarismo de Sánchez, los socialistas tienen con los electores el mismo problema que el Madrid de Florentino: la falta de un proyecto sólido y creíble. Ideológicamente carecen de lo más importante: una concepción del mundo y de las personas en él. El PSOE, igual que el PP, es poco más que una plataforma electoral y clientelar, no una empresa de corrección y transformación social. Lástima, porque el socialismo o es un humanismo o no es nada. Y hoy por hoy es nada.

Mariano Rajoy le dijo al candidato Pedro Sánchez lo siguiente: "Lo que nosotros hemos hecho, cosa que no hizo usted, es engañar a la gente". Esto ha sido calificado de lapsus únicamente porque Rajoy no es Groucho Marx. En realidad, la afirmación de Rajoy resulta muy cierta. A mi juicio, la legislatura del PP ha sido un completo desastre: ni el Gobierrno ha afrontado la crisis económica mediante reformas estructurales (España será in aeternum un país de albañiles y camareros), ni ha cumplido sus obligaciones de déficit público con Europa, ni ha abordado decididamente y sin medias tintas el desafío independentista catalán. Usando y abusando del decreto-ley, a pesar de tener mayoría absoluta en las Cortes, se ha limitado a precarizar las condiciones laborales para que nuestras empresas, en lugar de modernizarse tecnológicamente, puedan competir con las de Burkina Faso o, por qué no, las de Bangla Desh. Eso es todo. Que el señor Rajoy pretenda ahora, parapetado en su expediente de inacción y cobardía, dirigir un Gabinete de coalición, debe tomarse necesariamente a broma. Soy, a pesar de ello, totalmente favorable a un pacto con el PP, que es el partido mayoritario. Y sé que, como expresión de renovación, impulso y control, las coaliciones pueden resultar buenas y eficaces, según atestigua la larga experiencia de las más prósperas naciones europeas. Pero los populares, mal dirigidos y asediados por la corrupción, han de renovarse a fondo. El amigo de Bárcenas debe irse.

Albert Rivera, curtido en la dureza de la vida política de Cataluña (en realidad, una comunidad política totalitaria, donde el poder público manipula ideológicamente hasta las previsiones televisivas del tiempo), está saliendo con bien del novedoso y endiablado envite en que se halla. Se ve que, neófito en el Parlamento nacional, disfruta de sus emociones. Los portavoces de C's transmiten, además, una imagen de seriedad. No obstante, algunas de las propuestas de reforma institucional de este partido resultan frívolas, poco meditadas: suprimir el Senado, que podría ser, tras la reforma de la Constitución, un potente instrumento de cooperación federal (algo que en el Estado de las autonomías nos hace mucha falta), y eliminar las diputaciones provinciales, que prestan indispensable auxilio a los pequeños municipios, no son buenas ideas.

De los portavoces nacionalistas y su más o menos vocinglero particularismo poco o nada cabe esperar, aunque la culpa de su desmadre no la tienen ellos solamente, sino también la tradicional comprensión que les han dispensado los socialistas y el suicida absentismo de Mariano Rajoy. Para mí, nacionalistas y fascistas son prácticamente lo mismo. Joan Tardà viste muy bien ese arquetipo con su disfraz de jabalí (¿o es al revés?).

Pablo Iglesias interpreta con convicción el papel de bolchevique caribeño, al que añade provocaciones trasgresoras propias de adolescente: el beso a Domenech o es costumbre en el politburó o desplante de descarado bachiller. Por mi parte, entiendo que meter a los de Podemos en el Gobierno es como entregar al conde Drácula las llaves del servicio de Hematología. ¿Ha sido alguna vez sincero Pedro Sánchez al ofrecerles un acuerdo de coalición? En tal caso, ¿se halla en sus cabales? Veremos.

* Catedrático de Derecho Constitucional

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