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Antonio Papell

Otegi y el final de ETA

El 20 de octubre del año pasado, Alfredo Pérez Rubalcaba, ministro del Interior que logró el alto el fuego definitivo de ETA, publicó un artículo para conmemorar el cuarto aniversario desde el anuncio del cese definitivo de la violencia por parte de la organización terrorista. En él, puntualizaba algunas cuestiones que vuelven a ser de actualidad. Entre ellas, el distanciamiento entre ETA y Batasuna, su brazo político, y sobre este particular escribía el exministro lo siguiente: "He sostenido siempre que detrás del alejamiento entre ETA y Batasuna, clave para el final de la violencia, no se encuentra ninguna autocrítica de la izquierda abertzale, ni el repudio moral de la violencia ejercida durante más de cuarenta años por los asesinos, sino el puro y frío análisis estratégico: la evidencia de que ETA iba a perder y de que en su caída arrastraría a todo el entorno abertzale al definitivo fracaso y a la cárcel. De ahí el papel protagonista que atribuyo a las fuerzas de seguridad y a los servicios de inteligencia en todo este final: una ETA fuerte no hubiera permitido nunca el alejamiento de Batasuna. De la misma forma que una Batasuna sin el acoso policial no se hubiera visto impelida a separarse de ETA".

Esta es la cruda realidad, que conviene interiorizar precisamente ahora, cuando Arnaldo Otegi regresa de prisión convertido por algunos en una especie de macabro héroe de la libertad de expresión, o, peor aún, con la condición de "preso político" que habría sido condenado por un delito de opinión. Otegi fue, sin duda, un visionario porque vio antes que sus conmilitones que ETA estaba derrotada, pero no eligió el fin de la violencia por un rapto filantrópico sino para evitar males mayores. No hubo recapacitación, ni reacción moral, ni mucho menos arrepentimiento por el inmenso daño causado, sino simple cambio de estrategia para minimizar la derrota en lo posible.

En este marco intelectual, no está de más recordar que Otegi fue llevado a prisión tras un proceso penal con todas las garantías por colaboración con banda armada. Esto es, por connivencia con una organización criminal que ha asesinado brutalmente a 829 personas, de las que 486 eran militares o policías y 343 civiles, y que, aunque nacida en la dictadura, desarrolló su mayor actividad tras el advenimiento de las libertades y la promulgación de la Constitución. ETA, que practicó la inhumana y cobarde estrategia indiscriminada del coche bomba en busca de víctimas civiles, está actualmente siendo investigada por delitos de lesa humanidad, ya que, aun en la lógica belicista en que trató de inscribir su actividad, sus asesinatos masivos e indiscriminados son comparables a la limpieza étnica del nazismo y deben considerarse por lo tanto imprescriptibles y de persecución universal.

Mienten por tanto quienes aseguran que Otegi fue privado de libertad "por sus ideas". Mienten sus amigos de la CUP, de Podemos, de ERC o de otras organizaciones cuando tratan de convertirlo en víctima de un Estado prepotente y autoritario. Y hay que decirlo en voz alta, como hay que expresar el profundo desprecio que los demócratas sentimos hacia quien toda su vida ha estado en el filo de la violencia, complaciente con los asesinos y gélido con las víctimas inocentes.

En el fondo, la figura de Otegi, quien por supuesto tiene perfecto derecho a hacer carrera política en cuanto su situación judicial se lo permita parece que aún le está vetado por la inhabilitación que recae sobre él, sirve para marcar una línea roja en la confusión de este país: a un lado están sus amigos, los mencionados más arriba. Al otro lado, nos encontramos quienes sentimos asco hacia unos homenajes que en el fondo expresan conformidad con la patología etarra, emparentada con el nacionalismo étnico y con la intransigencia populista y totalitaria.

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