Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Aniversarios

1) A principios de los setenta, Palma aún era una ciudad de colmados, barberías, bodegas y personajes. Por la ciudad se movían tipos característicos que la identificaban como la identifican las murallas o la catedral. Uno de ellos era Llorenç Moyà i Gilabert de la Portella o la sofisticación archipampánica de su apellido materno. Una de esas sofisticaciones que -ya sin tipos característicos, ni bodegas, ni colmados (han empezado a resurgir las barberías)- todavía continúan en la ciudad. Cada uno se distrae como puede y sabe. Llorenç Moyà tenía la casa pairal en Binissalem, aunque más que pairal -estamos en Mallorca- fuese matriarcal. Era una bellísima casa -donde nació este año hace un siglo- con ventanales ya no recuerdo si barrocos o renacentistas y que hoy en día es un centro cultural. Si estuviera en Roma, a Llorenç Moyà se le habría llamado Il Principe: ya saben: la casa hace al hombre. Miquel Àngel Vidal -reciente Premi Ciutat de Palma de novela- le dedicó su tesis y una biografía que apareció hará cosa de dos años. Pero yo estoy aquí para hablar de recuerdos.

El señor de Robines -eterno paseante del Born- era un ciudadano gris en Palma, tanto como la época. No era hombre de aspavientos que indicaran una nota diferente de la armonía general -hipócrita, tal vez, pero necesaria para sobrevivir-. Vestía de gris, también, como lo hacían los hombres y sólo muy al final recuerdo alguna rebeca granate o roja y algún que otro pañuelo de color chillón sobresaliendo del bolsillo de la americana. En cuanto a la mirada, al ser bizco, nunca sabías si era una mirada de deseo, de curiosidad o de esfuerzo -ni siquiera sabías si te miraba a ti-, y tampoco, por respeto, atendías a ella, no fuera a malinterpretarse como morbosa curiosidad por la anomalía física. Sabíamos que escribía versos y teatro. Que era amigo de Llorenç Villalonga y pariente de su mujer. Que le gustaba el mundo de la mitología clásica, tanto como para haber construido un imaginario y vivir en él. Pero siempre lo miramos como la herencia de una época que ya no era la nuestra, la de L'Escola Mallorquina. Ahora, cuando paso por la calle de Can Tamorer, suelo acordarme de él, aunque no solo de él. La muerte fija las cosas en el tiempo, pero también en el espacio.

Cuando uno lee a Llorenç Moyà lo primero que piensa es que era un hombre educado en el refinamiento. El refinamiento mediterráneo es un refinamiento distinto al europeo. Distinto al menos del francés, el inglés o el italiano de Roma hacia arriba. El refinamiento, aquí, se disimula. Como la sensibilidad o el buen gusto. Al menos en público. Pero la literatura es otra cosa. En los libros sí que pueden convivir el refinamiento, la sensibilidad y el buen gusto y en un escritor de formación clásica y vocación clasicista -como era él- así ocurre. Y luego está cierta estética gay, que va de los santorales en verso a las evocaciones mitológicas, de lo estetizante versallesco a las recreaciones de La Commedia del'Arte o las fiestas báquicas tamizadas por sacristía. Todo eso le añadió a su lengua literaria, el catalán de Mallorca, unos ornamentos de los que carecía. Y un colorido nuevo entre neoclásico y modernista pasado de tiempo y de rosca, pero con una gracia indiscutible. Como la sociedad donde vivió y de la que formaba parte y no banal, precisamente, que también estaba pasada de tiempo y a veces de rosca.

De entrada, ya lo dije, nació en una gran casa-palacio con saloncito Imperio, jardín rodeado de muros y fuente neoclásica: Can Gelabert de La Portella. Correteó entre pinturas neopompeyanas, chimeneas de mármol labrado y cómodas Carlos III. Creció entre criados de librea y criadas payesas con rebocillo. Hay ahí algo de Bomarzo y también de Leopardi: a circunstancias de nacimiento y aspecto físico me refiero. En cuanto a lo intelectual se quedó en otra cosa: se quedó en él, que es lo que debe de ser cada uno, pero también fue, más que otros, nuestro Cavafis (y así titulé un breve ensayo inédito sobre su figura y obra: Nuestro Cavafis). Fue oficial del Juzgado de lo Criminal y ahí hay un personaje menor de novela siciliana. Sciascia, claro. Por la mañana expedientes penales y visitas a delincuentes; por la tarde tertulia literaria o escritura de versos; por la noche, la vida secreta que -en el fondo y en la superficie, la piel de Paul Valéry- era la vida de verdad, su celebración. Con el temor al oprobio de una sociedad anquilosada y entonces franquista -las máscaras cambian según las épocas-, tan gris como sus trajes. Ahora se cumplen cien años de su nacimiento y ya han comenzado los homenajes. El mío siempre ha sido recordarlo paseando por la ciudad y topar con su fantasma allí donde mejor lo recuerdo: junto al quiosco de prensa que había en el Born, mirando a los habituales y buscando noticias de otros mundos. Cuando en la ciudad había personajes y una novela detrás de cada uno de ellos.

2) Tengo en un atril de mi escritorio -entre otros papeles y objetos- una fotografía de Jane Birkin desnuda. Detrás de ella está, cómo no, Serge Gainsbourg, que se apellidaba Ginzburg como la escritora Natalia Ginzburg que además de ser una mujer muy inteligente y escribir maravillosamente, aparecía en La Pasión según San Mateo, de Pasolini. A principios de los setenta escuchamos por primera vez la voz de Serge Gainsbourg en Je t'aime? moi non plus, aunque a quien de verdad escuchábamos era a Jane Birkin, su mujer, que cantaba -o jadeaba- con él. En esa canción -éramos adolescentes- conocimos lo que nadie nos había contado ni explicado nunca antes: la música de una mujer en la intimidad. Quien no la haya bailado, digamos que encendido, es que no estuvo.

Ahora se cumple un cuarto de siglo de la muerte de Gainsbourg -el heredero de Boris Vian, l'enfant terrible del París setentero, el compositor de grandes éxitos de la música ligera francesa, el que quemaba billetes en programas de televisión y cantaba La Marsellesa metiéndole reggae?- y se publican biografías suyas y reeditan sus canciones. Aunque haga mucho tiempo, prácticamente una vida, que escuchamos por primera vez aquella canción erótica -naturalmente prohibida en su tiempo por el Régimen-, cuando alguna vez suena en la radio del coche, sonreímos y nos acordamos de lo enamorados que estuvimos de Jane Birkin. Es un símbolo de aquella época, como lo fueron, también, la pintura prerrafaelita o las alucinaciones de El Bosco, que ahora regresan. Pero pasado el tiempo -una vida, ya digo- todavía escucho de vez en cuando otra canción de Serge Gainsbourg que sigue formando parte de mi vida: Je suis venu te dire que je m'en vais. Para escucharla, no necesito aniversarios.

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