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José Carlos Llop

El profesor Umberto Eco

En las expectativas que tenemos en la vida, se encierra la semilla de su fracaso. También de su éxito, pero no hemos de hacerle mucho caso porque éste no enseña nada. Su contrario, sí. Nos enseña, precisamente, sobre la vida y nos enseña sobre nosotros mismos y los demás. Otra cosa es que haya gente sorda y otros no dispuestos a aprender nunca. La idea que se tiene en la adolescencia sobre los profesores universitarios es una idea oxoniense. Una idea british, quiero decir. Su cultura impuso un modelo y este modelo es docto, inteligente y, a veces, estrambótico. Puede ser muy cercano hablándote de Jenofonte y muy lejano si le interpelas sobre el mundo de las mujeres.

Pero cuando se llega a la universidad el primer choque es la aplastante realidad, tan alejada de ese modelo. Y también es cierto que cuando se encuentran, a lo largo de la carrera, uno o dos profesores que se aproximan al modelo citado incluso puede haber quien lo supere, enriqueciéndolo con la alegría de la mediterraneidad uno sabe que es en ese momento cuando ha llegado a la universidad. Con todo lo que esto llegó a implicar en la cultura europea. Utilizo el pasado a conciencia.

Conocí a Umberto Eco en un hotel de Toulouse. Miento: desayuné con Umberto Eco en el comedor de un hotel de Toulouse, hace diez años. Era la primera vez que estaba invitado a un festival de literatura en Francia. Había llegado la noche anterior a la ciudad no tenía aún el programa y al bajar al comedor del hotel y ver a Eco y al nobel Gao Xing-Jian cerca del bufé, di un paso atrás. ¡Esto va en serio!, pensé. Después supe que Gao Xing-Jian era el eterno invitado a festivales y exposiciones, pero lo de Eco fue una excepcionalidad.

Umberto Eco se paseaba por aquel comedor la cosa escenográfica italiana, imagino como un gran capo, o un poderoso condotiero. Su físico lo era, poderoso; sus movimientos, estudiados y de gran aplomo; el aura que desprendía era generosa: ofrecía seguridad a quien supiera apreciarla, o quisiera tomarla. Nos sentamos juntos por azar y hablamos poco del viaje. Me preguntó por Mallorca e inevitablemente citó a Llull. Dijo algo así como "il grande predecessore", pero no me hagan mucho caso porque aquellos días pasaron tantas cosas y todas tan excitantes que a veces mezclo y no distingo. Después de la cortesía Eco se manifestó imponente y encantador, nos dispusimos a desayunar con quien nos acompañaba. Umberto Eco no correspondía al fenotipo oxoniense, pero repito desprendía esa generosidad del saber universal cuando lo es de verdad: saber y universal. No se fíen de un sabio tacaño: sólo es lo segundo.

¿Cuál es la importancia de Umberto Eco? ¿Por qué, o cómo un profesor piamontés de semiótica se convierte en una pieza clave de la cultura europea contemporánea? Intentaré aproximarme al baile. Umberto Eco fue un hombre de distintos estallidos. Quiero decir que algunas de sus obras provocaron al aparecer, una gran onda expansiva. Nos desplazaban a los demás, mientras su fuente permanecía donde estaba. Pasó con Apocalípticos e integrados y pasó con En el nombre de la rosa: dos libros tan distintos. En el primero, Eco estableció la relación entre la cultura popular y los medios de comunicación, por un lado y, por otro, la crítica de esa relación hecha desde la alta cultura. Acudía al viejo dualismo occidental y su visión fue un éxito. En un frente se aceptaba la cultura de masas como el acceso de todos a la cultura y la aparición de la figura del consumidor de la misma: los integrados. En otro, los llamados apocalípticos se encastillaban en la idea de que son los medios de comunicación los que, por su propia naturaleza, mantienen alejada a la masa de la verdadera cultura. Y su resultado es que la sociedad se guía por una gran feria donde sólo rigen las leyes del mercado y la medianía.

Así lo entendí yo al menos hará cuarenta años, que fue cuando los de mi generación leímos el libro de Eco. En los ochenta llegó En el nombre de la rosa y con él otro fenómeno cultural. En esa novela daba la impresión de que Eco había conseguido un producto donde se fusionaba lo apocalíptico y lo integrado y su éxito fue brutal. No hay otro adjetivo: nadie, en ese momento, se habría atrevido a pensar que una novela con páginas enteras en latín y un conflicto sobre el saber y el pecado original como argumento más todos los guiños que ustedes quieran a Sherlock Holmes y a la cultura occidental y al intocable Borges al fondo se convertiría en la novela más vendida y leída instantáneamente del siglo XX. O en una de ellas. Escrita hay que recordarlo no por un novelista, sino por un profesor y eso se notaba. Parecía una gran broma y algo de eso, siempre pensé que había sido. Pero qué broma tan inteligente y qué extraordinario acercamiento entre lo apocalíptico y lo integrado. Eco lo intentó después más veces, pero nunca lo logró como aquella vez primera. Sus siguientes novelas desde El péndulo de Foucault a El cementerio de Praga parecían visitas a una casa donde él sólo él se encontraba a gusto habitándola, pero ya no invitaban a quedarse en ellas.

La tercera y más plácida onda expansiva, fue la de sus listas. Las listas como esqueletos de la cultura occidental. A Umberto Eco le gustaban las listas. A mí también, mucho. Conozco a más gente a la que le pasa lo mismo. Se me ocurren ahora el pintor Dis Berlin, el novelista Modiano, los poetas Juan Manuel Bonet y Enrique Juncosa, el escritor Sánchez-Ostiz o tantos historiadores devotos de la intrahistoria, capaces de recrear una vida lejana a partir de un inventario de muebles, o una lista de ropa de casa, o las compras de vituallas en una familia del siglo XVI. A Eco le gustaban mucho las listas y en ellas como en sus historias de la belleza o de la fealdad acumulaba, con gran diversión y espíritu casi arqueológico pero también con el carácter generoso del verdadero profesor, las claves de la Europa que hemos conocido: la Europa de los libros y del arte y de la música. La Europa humanista. Lo mejor de lo que somos y olvidamos, y en ese combate contra la desmemoria estaba el Umberto Eco de las últimas décadas. Como el gran condotiero que conocí en Toulouse. El gran condotiero de la memoria, il grande professore, el hombre que sabía que sólo somos lo que recordamos y que sólo a través de lo que sabemos podemos salvarnos de la debacle. Eco contra el alzhéimer de Occidente.

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