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Antonio Papell

Una ciudadanía educada

José Álvarez Junco es el intelectual contemporáneo que con más profundidad y ahínco se ha preguntado por la identidad española. Su Mater dolorosa, un monumental ensayo académico en que indaga sobre el proceso de nacionalización que se formaliza en el siglo XIX, nos ilumina con clarividencia sobre los problemas actuales, y especialmente sobre la tensión que contrapone el nacionalismo español actual, encarrilado en su mayor parte a través del llamado patriotismo constitucional, y los nacionalismos periféricos, que en los últimos tiempos apuestan reactivamente por el particularismo y la ruptura.

Álvarez Junco no se prodiga mucho en prensa, pero de vez en cuando irrumpe certeramente en la plazuela pública para marcar la pauta. La última vez, hace apenas unos días, vertió el siguiente dictamen: "Toda democracia que no se asiente sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos será de mala calidad". El aserto es sin duda una gran verdad porque el tino de un modelo político representativo dependerá como es lógico de la calidad del cuerpo social que vaya a ser representado.

La cuestión que se plantea ante esa cruda evidencia es la de alcanzar el desiderátum de una "ciudadanía educada y consciente de sus derechos". Obviamente, el designio está ligado al proceso educativo, que a su vez se basa en la escuela pero que no sólo es la escuela. La educación del ciudadano comienza en el ámbito familiar, cuando éste es acogedor y constructivo (en caso contrario, el propio sistema educativo tiene que suplir tal carencia); prosigue en la escuela, que ha de ser inclusiva, formativa, integradora y trasmisora de los grandes valores cívicos los propios del patriotismo constitucional, precisamente; y se efectúa también a través del entorno, en el que juega un papel decisivo el sistema mediático, el conjunto de los medios de comunicación en sentido amplio, que desde luego incluye el mundo virtual de internet y las nuevas tecnologías de la información.

Una somera indagación sobre el estado de ese sistema educativo es desoladora. Primero, por su mala calidad objetiva, que se refleja en todos los indicadores internacionales. Pero también porque nuestro régimen democrático ha sido hasta el momento incapaz de conseguir el consenso que es habitual en las grandes democracias europeas, y ahora mismo se está planteando la derogación de la LOMCE, la ley orgánica sobre la que se sustenta todo el edificio docente, cuando han transcurrido pocos meses de su entrada en vigor, porque el partido que la erigió unilateralmente, sin acuerdo alguno con las demás fuerzas y sensibilidades, ha perdido la mayoría absoluta que le permitió el alarde. Y aunque PSOE y C's han proyectado un consenso en su programa conjunto, nada indica que en el futuro se den las condiciones para lograrlo.

Pero no sólo el sistema educativo es precario: el nivel intelectual general de este país genera una pobre demanda cultural, que se trasunta en un sistema mediático empobrecido, incapaz de asumir el liderazgo moral y de participar en la formación de la sociedad mediante la difusión y el proselitismo de principios y valores. Los medios de comunicación clásicos mantienen una vida lánguida, el audiovisual privado ha abdicado de cualquier contenido que no sea comercial y lúdico, y no existe un entramado universitario fuerte y capaz de redimir la indigencia general, de extender ese refinamiento de que hacen gala los países maduros y de ponerse al frente de las fuerzas de la inteligencia.

No tenemos, en fin, una ciudadanía educada, y probablemente deberíamos centrarnos en el objetivo de lograrla, antes de seguir dando vueltas a nuestro único juguete, que es la participación política.

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