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Apocalíptico o integrado

De Umberto Eco, retengo dos títulos: Obra abierta y Apocalípticos e integrados, ambas publicadas en la década de los 60. Dos libros cuyas temáticas respectivas continúan, sin embargo, vigentes o no del todo superadas. La obra abierta es esa obra que requiere una participación activa por parte del lector o, por decirlo también de otra forma: el lector se vuelve también autor. El apocalíptico es ese individuo que quiere salvar a toda costa la alta cultura de los embates de la cultura de masas, que considera banal, adocenada y de mal gusto. El integrado, por el contrario, es aquél que acepta, asume e incluso celebra la masificación de la cultura. De alguna manera, el asunto se ventila entre elitistas y vulgarizadores, entre los aristócratas del gusto y los democratizadores del mismo. Por supuesto, casi nadie cae en la pureza, tanto en un bando como en otro. El peligro que corre el apocalíptico es el de caer en un mal humor y pesimismo permanentes, en una rigidez y severidad intelectuales que no le permita acceder a otros ámbitos, sin duda, mucho más ligeros y desdramatizados. El apocalíptico, como el gran despreciador que no admite mezclas curiosas y algo explosivas como podría ser, por ejemplo, que Platón salga en un episodio de Los Simpson. Sin duda, nos adentramos en el kitsch y se corre el peligro de caer en lo bochornoso. Para ello, sin duda, se requiere finura e inteligencia. No es fácil combinar, es un decir, a Heidegger con la Pantera Rosa sin que el intento acabe siendo un patinazo. Sin embargo, no estaría nada mal que el apocalíptico en cuestión, en lugar de ponerse a la defensiva e invocar a los dioses del Olimpo para que acudan en su ayuda, esbozara una sonrisa. Eso sería un triunfo para su causa.

Ahora bien, el peligro del integrado es que aparque su sentido crítico, debido a su desmesurado optimismo y a su falta de filtro, y se vuelva un ser excesivamente condescendiente, haciendo de su discurso superdemocrático una pose, un regodeo pringoso en la banalización. Y no sólo eso: que haga de lo trivial un mito y, paradojas de la vida, un elitismo inverso. Hegel, visto el panorama, entre la tesis apocalíptica y la antítesis de los integrados, nos propondría establecer una síntesis, una suerte de acuerdo o pacto entre ambas posiciones extremas y demasiado puras. Aunque no siempre estamos dispuestos a mostrarnos tan conciliadores. A menudo, nos levantamos apocalípticos y renegamos del mundo que nos ha tocado vivir, de la mezcla indiscriminada, de las interferencias, del mal gusto reinante y nuestro inconfesado elitismo choca de bruces contra esa pretensión tan benefactora que afirma que la cultura es para todo el mundo porque todo el mundo es bueno y se merece un acceso gratuito a eso que insistimos en llamar cultura y que, faltaría más, viva la igualdad, la justicia y la libertad y venga ese abrazo, hombre, que todos somos hermanos. Vale.

Otras veces, nos levantamos algo más integrados y dispuestos a disfrutar de lo que se nos ofrezca, sin mucha exigencia ni mirada fiscalizadora, pues se trata de gozar un poco de la vida y de esa cultura de masas que, al fin y al cabo, ayuda a pasar el rato, en fin, que nos entretiene. Como diría aquél, que no sé quién es: todo suma. Y el ser humano culto, en definitiva, tiene que se capaz de alternar con la Pantera Rosa y con Dreyer, y disculpen la broma. No hay que olvidar que eso llamado cultura de masas no puede verse reducido a una especie de vertedero o fábrica de gominolas. En ella hay gradaciones y calidades. Incluso en la cultura de masas existen zonas de distinción y, sí, de elite. No todo es la misma basura, comos suelen pensar los apocalípticos recalcitrantes e irredentos. Como tampoco toda alta cultura es sinónimo de pedantería o de petulancia, como suelen afirmar los integrados hasta las cachas.

Sin duda, Umberto Eco dio en el clavo al acuñar estos nombres, ya que desde entonces éste es un debate, el de los apocalípticos y los integrados, que resurge de vez en cuando. Sin ir más lejos, hace unos años, Vargas Llosa publicó un libro titulado La civilización del espectáculo, en el que se ventilan estos asuntos. El escritor, en esa obra, carga contra la frivolidad de la política y el triunfo grosero del amarillismo en los medios de comunicación. El propio Nobel no sospechaba que años más tarde tendría que lidiar con ese amarillismo que afectaría a su vida amorosa. Razón de más para insistir en el mismo punto: el ser humano culto está obligado a tener reflejos y cintura y a no ponerse excesivamente estupendo, porque luego viene la revista del corazón de turno a pedirte explicaciones. En este caso, se aconseja esbozar una sonrisa, no la del tonto integrado, sino la del apocalíptico que accede a enfangarse un poco los tobillos, que no pasa nada, hombre, no pasa nada.

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