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Norberto Alcover

El silencio de los creyentes

De un tiempo a esta parte, se producen actuaciones ciudadanas que tratan con evidente mal gusto, burla, agravio, y en ocasiones actitudes y palabras blasfemas, la realidad religiosa cristiana y por supuesto católica. Nada, está claro, que atente contra la fe musulmana, y casi nada, por lo menos en España, que pueda molestar al universo judío. Y me limito a citar las tres grandes familias monoteístas. De lo primero, como es lógico, escribiré a continuación, pero de lo posterior solamente puedo alegrarme porque, de no ser así, tendríamos reacciones tremendas ante las que todos acabaríamos por llorar de tristeza pero también de ira: la libertad de culto, como la de expresión, entre otras, merece un respeto radical en todos los lugares del mundo? salvo en aquellos que, quejándose continuamente de eventuales maltratos en países de tradición cristiana y católica, en concreto, son del todo intransigentes ante la libertad de religiones foráneas.

Que los cristianos mueran en montón a lo largo y ancho de África, carece de comentario mediático, por ejemplo. No sea que creemos, los medios en cuestión, inquietud en los ambientes europeos que mantienen relaciones de cualquier tipo con los asesinos. Somos así de bellacos ante lo que decimos creer. O mejor, creer sí, pero defenderlo para nada. Silencio, pero silencio responsable y en definitiva rabiosamente culpable. Y así nos va. Y así nos irá.

Puede argüirse, respeto del primer caso, que si uno no cree en Dios, por ejemplo, es muy libre de tratarlo como le dé la gana. Como decía el santo de Loyola, "es preciso mirar a dónde nos llevan nuestros actos", no sea, añado yo, que acabemos creando precedentes derivados en barbaridades no solamente religiosas sino también civiles. También se aduce, como si los creyentes fuéramos idiotas, la naturaleza laica de la actualidad política, como consecuencia de una sociedad cada vez más laicista por secularizada: pero hay que sacar la conclusión pertinente, y es que, por extensión, todo lo que no sea estrictamente laico y laicista, es carne de cañón en nuestra sociedad. Se puede entrar en una iglesia con pancartas de naturaleza insultante y humillante para quienes están reunidos en ella y para el mismo lugar de culto en cuanto tal, pero se ha de ir con pies de plomo a la hora de censurar a los autores de tamaña barbaridad. El respeto mutuo entre ciudadanos. El respeto a los diferentes valores que compartimos. El sentido de la ética social más elemental. Las tres cuestiones entran en crisis ante la mirada atónita de tantos. Y es que los cristianos y católicos, mejores y peores, merecemos el mismo respeto que cualquier otro ciudadano, aunque parezca mentira tenerlo que recordar.

Para nada deseamos tratos de favor como en situaciones anteriores. Deseamos que se nos deje en paz dentro del ámbito del estado. Porque la conciencia individual es o debe de ser terreno de absoluto respeto, donde se pueda ejercitar los "hábitos de conciencia confesional" pertinentes. Mientras no contradigan el cuerpo de la legislación civil común. Podríamos poner muchos ejemplos más, desde métodos de enseñanza que eliminan el sentido religioso de la vida más allá de la enseñanza misma, hasta pretendidos titiriteros que se toman a chacota no solamente porque también los valores democráticos y confesionales. Y estas actuaciones abundan, con muy pequeñas consecuencias para sus autores. Se puede golpear a los demás en sus convicciones más profundas, pero además se pretende que estas acciones carezcan de consecuencias civiles y en fin legales. Los ciudadanos ofensores carecen de responsabilidad social ante los ofendidos? por la sencilla razón de que el contenido de la ofensa "era para adultos y nunca para niños", una de las excusas más preocupantes que se ha echado al ruedo nacional y no menos nacionalista. Merece la pena reflexionar muy seriamente sobre tal excusa: el mal depende de la cronología y no de su objetividad. Pero si no existe nada objetivo, para qué argüir desde la objetividad, piensa uno. Lo único objetivo en cualquier caso, dirán otros, es el relativismo absoluto. Y de ahí al caos establecido media un pelo de gato. De gato de angora.

Pero recuperemos algo ya enunciado al comienzo: la reacción silenciosa de los cristianos y católicos, no sea que el comentario sobre tales acciones extienda todavía más su repercusión pública, con lo que solamente se consigue que esas mismas acciones se conviertan en irrelevantes y por lo tanto carezcan de "peso social". Se trata de una estrategia perfectamente calculada del ofensor: golpea, cuanto más mejor, y ya verás cómo los golpeados callarán. Y nosotros, tan contentos porque damos un ejemplo de mansedumbre creyente, de paciencia ciudadana, y sobre todo, de progresismo ideológico. Porque, solemos decir que todo esto de la fe permanece en la interioridad y privacidad de la persona, sin derecho a interferir en la sociedad. Exactamente lo contrario del Evangelio, que insiste una y otra vez en que la sal y la luz deben de estar salando e iluminando sin cortapisas. Es decir, aunque nadie lo reconozca, ni unos ni otros, al contrario del papa Francisco, que procede de forma rabiosamente pública en México y donde sea, precisamente para interferir evangélicamente en el entramado social, político y económico. Pero lo que nos gusta en México nos disgusta en Europa. Será que allí son más corruptos que aquí o que la economía mexicana es más sucia que en nuestros lares. Es una forma de ver la realidad.

En una palabra que, los creyentes en Jesucristo como manifestación del misterioso Dios, seguiremos cada vez más en situación de mayor inferioridad cívica y legal, porque se puede cargar contra nosotros sin graves consecuencias. Y nosotros permaneceremos en silencio responsable y no menos culpable con excusas que deberían avergonzarnos. Como decía Francisco en su ya citado viaje a México: "si hay que luchar, luchad, pero como hombres, cara a cara?". Pues eso. Sin violencia. Sin rencor. Pero recordando que mantenerse como discípulos del crucificado, tiene un precio: el precio de la resurrección. Es decir, de una conciencia ciudadana constructiva y nunca ofensora. Vale la pena dejar el silencio de lado. Por decencia creyente.

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