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Antonio Papell

La decadencia del PP

El Partido Popular llegó al poder en 2011 entre aclamaciones, con el encargo de resolver la delicada situación del país a causa de la gravísima crisis económica, que a nosotros nos supuso también el estallido de la burbuja inmobiliaria. Y lo cierto es que cuando se celebraron cuatro años después las siguientes elecciones generales, el 20 de diciembre de 2015, el país crecía a más del 3% anual y el desempleo comenzaba a reducirse sensiblemente. Pero los electores castigaron severísimamente al PP en las urnas, otorgándole 63 escaños menos que cuatro años antes. Pese a todo, ganó las elecciones, aunque muy lejos de la mayoría suficiente de gobierno, y sus posibilidades de pactar para conseguir la mayoría son prácticamente nulas.

¿Qué ha hecho, entonces, mal el PP de Rajoy para ser objeto de este maltrato? La causa principal del rechazo que hoy suscita el gran partido de centro-derecha es la corrupción, que ha alcanzado cotas insoportables. Una corrupción que se ha tratado de contrarrestar con reformas legales que endurecían las sanciones pero que no se ha combatido con suficiente energía en el terreno propiamente político, de ética pública; si se hubiera hecho así, si se hubiese cargado con verdadera convicción contra todos los corruptos, no se hubiera tenido condescendencia alguna hacia personas que han sido aforadas para suavizar sus contrariedades judiciales. Ha faltado, en fin, santa indignación ante el espectáculo de una corrupción generalizada, con la que se fue muy complaciente cuando simplemente se sospechaba lo que estaba pasando. Hoy circulan vídeos demoledores con los elogios de Rajoy hacia personalidades valencianas que entonces eran simplemente sospechosas y que hoy están en la cárcel o a punto de entrar en ella.

Pero no basta la corrupción para explicar tan profunda decadencia: hay otros errores que conviene señalar, aunque solo sea para que los populares recuperen el sentido de la orientación.

El error principal ha sido sin duda la insensibilidad social con que se han aplicado las terapias de lucha contra la crisis. La consolidación fiscal siempre es dolorosa, y más en nuestro caso ya que la imposibilidad de devaluar la divisa ha obligado a llevar a cabo una intensa devaluación salarial. Pero los recortes pudieron hacerse con más sentido de la equidad, con más sensibilidad hacia quienes estaban en la parte inferior de la escala, con verdadera preocupación hacia quienes entraban en situación de indigencia. Pero no: los recortes fueron brutales, y el gobierno, intempestivamente, se apresuró a bajar impuestos cuando todavía la situación de amplios colectivos era comprometida. Esta falta de sentido social ha sido el caldo de cultivo que ha alimentado a las formaciones emergentes.

Otro elemento que explica la postración de los populares ha sido el tono abúlico de las políticas gubernamentales, que supuestamente provenía de la personalidad relajada de su líder, siempre partidario de permitir que los problemas se embalsen porque en muchos casos se resuelven solos. Este singular procedimiento pudo tener éxito en lo concerniente al rescate (Rajoy resistió impasible a las presiones para que España lo solicitara), y ya se ha ocupado el aparato popular de destacarlo para ensalzar al líder, pero ha fracasado estrepitosamente en Cataluña, donde el problema de fondo persiste y habrá que adoptar antes o después medidas, no para contentar al soberanismo sino para atender las legítimas reclamaciones, relacionadas con el encaje de Cataluña en la estructura territorial del Estado, que desde hace tiempo plantea el grueso de la sociedad catalana.

El reconocimiento de estos errores y un cambio de talante, de ejecutoria y de proyecto son indispensables para el que el PP resurja de sus cenizas y vuelva a ser la gran fuerza del hemisferio conservador en este país.

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