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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

De locuras y herejías

Todavía recuerdo bien las conversaciones, en un caserón de Sóller, sobre el El nombre de la rosa de Umberto Eco. Era a principios de los 80, hacía frío y de vez en cuando se oían los ruidos misteriosos de un torrente que pasaba por debajo de la casa (es Torrentó de Can Creueta, creo). Aquella casa había sido de un maestro y todavía conservaba un aula clausurada con su pizarra y sus bancos, todo cubierto de polvo y todo conservado como en una especie de mausoleo pedagógico que nadie visitaba. Por las noches la casa daba un poco de miedo, y como allí vivíamos varios profesores en plan espartano, sin televisión ni radio ni nada, lo único que se podía hacer era conversar y conversar. Y en aquellas noches de invierno sin calefacción, por supuesto el tema que nos entretuvo fue el libro que casi todo el mundo se había leído en aquellos años (yo no, y ni siquiera ahora lo he leído). A pesar de no conocer la novela de Eco, me interesaba lo que contaba y por eso prestaba atención a lo que se decía en aquellas conversaciones nocturnas, primero en la cocina y luego en una sala tan austera que parecía una de las celdas de la abadía medieval donde trascurría la novela. Y mientras escuchaba, me preguntaba cómo era posible que una novela sobre las disputas teológicas de la Edad Media y sobre unas ideas y unas costumbres que nada nos podían decir al cabo de siete siglos pudiera haber tenido tanto éxito. Sin duda, hacía falta mucho talento. Y Eco demostró tenerlo.

En aquellas charlas se hablaba de las extrañas ideas heréticas de los bogomilos búlgaros, que recomendaban castrarse para evitar la tentación carnal. Y de las críticas feroces de los franciscanos contra el papa Juan XXII. Y de las teorías comunistas que ponían en práctica los monjes de la secta de los dulcinistas. Y de la abadía austriaca de Melk que había inspirado la abadía de los Apeninos donde trascurría la novela. De todo esto y de mucho más, claro: de Borges y de los laberintos y de los tratados filosóficos y de la investigación detectivesca de un monje que se llamaba Guillermo de Baskerville, como el perro famoso de un cuento de Sherlock Holmes. Ahora, treinta y cinco años más tarde, Umberto Eco ha muerto a los 84 años y casi nadie que tenga menos de cuarenta sabría decir quién es Guillermo de Baskerville o qué puñetas es una abadía benedictina. Nada de eso parece interesar ya a nadie, pero no hace mucho esos temas inspiraban charlas interminables que duraban casi toda la noche. Hoy en día, claro, incluso una modesta charla se ha convertido en una actividad inconcebible porque es muy difícil que alguien se concentre cinco minutos seguidos en un mismo tema. WhatsApp y las tablets han arrasado el mundo de ayer, que era el de Umberto Eco y también de Stefan Zweig y que podía entroncar sin problemas con toda la sabiduría de la Edad Media.

Es curioso pensar que cuanto más alto parecía el prestigio de Eco y de su humanismo tan vasto como la inmensa biblioteca de una abadía benedictina, más en peligro estaba todo aquel mundo que hablaba de ideas teológicas y del culto a los libros. Y mientras conversábamos sobre El nombre de la rosa en aquel gélido caserón de Sóller, Steve Jobs y Steve Wozniak estaban lanzando al mercado su Apple III y la compañía japonesa NTT lanzaba su primer teléfono móvil. Sin que pudiéramos imaginarlo, el mundo humanístico de Umberto Eco empezaba a venirse abajo justo cuando sus obras alcanzaban su máxima difusión. Y la negra sombra de los whatsApp y de Twitter y de todas las armas de distracción y estupidización masiva ya asomaba su siniestro hocico.

En estos últimos años, Umberto Eco se jactaba de no acudir a ninguna tertulia en la televisión y de no usar jamás Twitter porque le parecía una gigantesca pérdida de tiempo. Y con muy buen criterio, defendía el formato papel de los libros sobre los nebulosos formatos digitales. Tenía mucha razón. Hace dos años, al cancelarse el servicio de correo electrónico de un portal de Internet, perdí todos los correos que tenía allí almacenados: casi diez años de vida que se esfumaron por completo sin poder evitarlo. Y en cambio, los manuscritos en papel que unos desesperados sonderkommando judíos enterraron en 1943 ó 1944 cerca del crematorio de Auschwitz, con la vaga esperanza de que alguien los encontrase algún día, fueron hallados al final de la guerra y nos permitieron conocer el terrible destino que aquellos hombres habían vivido en las cámaras de gas. Los manuscritos no eran más que frágiles hojas de papel metidas en jarras y en botellas, pero sobrevivieron y fueron descubiertos. Lo que demuestra que Umberto Eco tenía razón y que el papel sobrevivirá a todas las modas y a todos los soportes, por muy anticuado que parezca o por poco prestigio que tenga ahora.

Y una última reflexión. Si nadie lo remedia, habrá nuevas elecciones dentro de cuatro meses. Es asombroso que nuestros partidos políticos se comporten como los frailes franciscanos y dominicos que discutían sin parar sobre la herejía donatista o sobre el advenimiento de los dos Anticristos. Es vergonzoso y absurdo, pero esto es lo que hay. Siete siglos después de El nombre de la rosa, regresan los tiempos de la Santa Inquisición y de los herejes con la cabeza llena de ideas delirantes. Y se están imponiendo las opciones más gritonas y chulescas frente a las opciones más moderadas y proclives al acuerdo. Volvemos a los tiempos tenebrosos de las abadías de Umberto Eco, sólo que la mesura y la sabiduría que él representaba con su inmenso saber humanístico ya no están aquí.

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