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Columnata abierta

Plantando coles

Reza una máxima de François De La Rochefoucauld que "no es posible mirar fijamente al sol, ni a la muerte". Pero a veces el sol nos ciega unos segundos, hasta que la retina se ajusta a la sobredosis de luz. Cuando ésta se difumina, como si fuera niebla, la realidad vuelva a hacerse presente, y se llega a mostrar más vívida que antes. La muerte, o su posibilidad inmediata, también es un fogonazo que nos ofusca un instante. Aparece en ese momento un tamiz invisible que filtra las sombras, y solo deja ante nosotros el fulgor de la vida, la ilusiones, los proyectos y los momentos de felicidad, los pasados y los que están por llegar. La semana pasada un coche voló ante mis ojos. Cuando lo visualizo ahora sucede a cámara lenta en mi cabeza, pero ocurrió muy rápido. La banda sonora de la película fue breve: primero la goma derrapando, luego un minúsculo silencio durante el tirabuzón aéreo de la máquina, y finalmente el ruido metálico y violento del techo del vehículo impactando contra el asfalto. No recuerdo las bocinas del resto de vehículos que circulaban cerca de mi. Recuerdo un largo silencio, que uno asocia automáticamente a la muerte.

Hubo suerte y la parca pasó de largo, pero dejó su huella en el rostro de la mujer que conducía aquel féretro con ruedas, despanzurrado en la autopista y con las tripas mirando al cielo. Tenía la mirada ausente y el gesto desencajado. Sentada en el pavimento, su cuerpo tiritaba como el del montañero que espera resignado su final en la cumbre helada. Cuando comprobamos que no tenía heridas graves, me dio tiempo a pensar que aquellos temblores eran el tacto frío y fugaz de la muerte, que aún no había abandonado su carne trémula. Estuvo cerca la tragedia, y me dejó pensando en la vida, que es esa manera de "filosofar por accidente" que inventó Montaigne cuando cayó de su caballo al galope. Hasta entonces el sabio francés vivía angustiado por la muerte. Antes de cumplir los cuarenta perdió sucesivamente a su mejor amigo, Ètienne de la Boétie, a su padre, a cuatro de sus hijas, y en el deceso más terrible, a su hermano Arnaud, por un estúpido golpe en la cabeza jugando con algo parecido a una pelota de tenis. A propósito de aquel trauma Montaigne escribió: "¿cómo podemos librarnos de la idea de la muerte, y que no nos parezca que a cada momento puede agarrarnos por el cuello?".

El exceso de filosofía estoica llevó a Montaigne a tomar una cita de Platón para titular unos de sus primeros Ensayos: "filosofar es aprender a morir". Sin embargo, cuando la muerte pasa de abstracción a realidad, deja de servir para preparar el final, algo inútil en sí mismo, y comienza a ser realmente provechosa para aprender a vivir. Morir es una tarea para la que no existe aprendizaje ni es posible la experiencia previa, pero pensar en ella, sin dramas ni obsesiones, aceptarla con sosiego, es una manera de prestar más atención a la vida. O para ser más concreto, de prestar mejor atención a la vida. Tener presente la muerte sin un ánimo morboso funciona como un estimulante, porque potencia los sentidos y eso ayuda a separar el grano de la paja en nuestras vidas. Contemplar de cerca el rostro de la muerte, propia o ajena, es un cedazo que deja a nuestra espalda la negrura, y nos sitúa ante una luz capaz de guiar nuestros actos y decisiones en la dirección correcta. Aunque sigamos errando, aunque volvamos a tropezar, pensar en la muerte con serenidad nos ayuda a enfrentar mejor la vida, y a aceptarla tal como es, frágil y pasajera. A Montaigne las contradicciones le parecían un signo de inteligencia, pero en este caso no existe incongruencia, sino la evolución hacia el éxito del pensamiento de uno de los grandes genios de la humanidad: pensar en la muerte es aprender a vivir.

Mientras escribo, el recuerdo del accidente y el rostro de aquella mujer recién nacida me alteran el ánimo. Pero aquel día de la semana pasada permanecí como si nada hubiera sucedido. Un rato después me encontraba para comer con una persona a la que quiero y admiro. Al entrar al restaurante coincidimos por casualidad con otro íntimo, sin compañía, y lo incorporamos a nuestra mesa. A los postres llegó un cuarto camarada, y aquello fue una celebración improvisada de la mejor amistad, capaz de iluminar el que pudo ser un día trágico. Me pareció un regalo de la vida para compensar el susto matutino. Por la noche, después de cenar, reí en el sofá con mi hija viendo un video de Carles Capdevila sobre cómo educar a adolescentes sin perder el sentido del humor. Cuando la acosté, imaginé la cima del Matterhorn y la vista del Kanchenjunga desde el reino de Sikkim, y pensé también en la maravillosa y fraternal calçotada que me aguarda este fin de semana, en la mejor compañía. Y entonces encontré la cita de Montaigne que recordaba haber leído: "Quiero que estemos ocupados, que prolonguemos los deberes de la vida cuanto podamos, y que la muerte me encuentre plantando coles, indolente hacia ella, y más aún hacia mi jardín imperfecto". Y me dormí en paz.

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