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Sobre idiotas y comensales

En 'La cena de los idiotas', un grupo de amigos se propone semanalmente invitar al ágape al idiota más extraordinario que son capaces de encontrar: seres capaces de arruinarle la vida a uno sin tan siquiera proponérselo. El Ministerio de Finanzas -cómo no- les proporciona a un auténtico gafe, de una destreza inigualable cuando de provocar catástrofes se trata. El resultado es una comedia desternillante porque se trata de ficción y las consecuencias de las idioteces no pasan de la pantalla o el escenario. Sin embargo, en este país proliferan como setas individuos dignos de hacerle sombra al mismísmo François Pignon. Gente a la que, a menos que de una apuesta se tratara, no invitaría una a cenar a su casa, sabiéndolos incapaces de respetar las más básicas normas del decoro.

Y es que ya va siendo hora de reivindicar el buen gusto, el respeto, la cortesía. Siglos de educación, de refinamiento, de dominar en público los instintos más básicos para diferenciarnos de los animales que ahora desechamos porque, según algunos, nos impiden progresar. No deberíamos confundir el buen gusto con la ideología. Uno puede defender u oponerse a leyes, ideas o instituciones y hacerlo desde la elegancia. La izquierda española hace mucho tiempo que se mueve en el gesto, porque le funciona. La gala de los premios Goya es, desde luego, una ocasión que requiere etiqueta. Lo que resulta más chocante es que esa misma sensibilidad se le niegue al jefe del estado. Es muy lícito ser republicano, pero mientras no se modifiquen nuestras estructuras básicas, el rey sigue representándonos a todos, incluso a quienes le detestan. No por ir a verle en mangas de camisa se avanza más rápido hacia una república. Pero ¡ay! que la izquierda tradicional no quería quedarse atrás y su líder acude a la entrega de los premios cinematográficos sin corbata y con la camisa desabrochada. Otro gol de Pablo Iglesias.

El buen gusto se asimila también a la capacidad de evaluar correctamente la adecuación de las actitudes propias al entorno y a lo que se espera de uno. Comer con las manos puede ser muy divertido y aceptable en un McDonalds, pero totalmente inapropiado si a uno le invitan a cenar a casa de un desconocido. Determinados espectáculos -de títeres o de carnaval, y más subvencionados por el ayuntamiento de Madrid-, cuando el público es básicamente infantil, resultan del todo impropios. El Código Penal no regula la finura -aunque una empieza a pensar que, como sigan proliferando el reguetón o las mujeres, hombres y viceversa, va a ser pronto más que necesario-. Será la justicia quien decida si hubo o no enaltecimiento del terrorismo en un ejercicio que poco tiene que ver con la libertad de expresión. Ofender sentimientos religiosos satirizando sobre su vinculación con la barbarie terrorista no es lo mismo que hacer apología de ella. No son comparables sin caer en la falacia Charlie Hebdo con los titiriteros.

Puestos a elegir, tampoco invitaría una a cenar a quienes pretenden invertir los papeles y tomarnos a todos por idiotas. La corrupción es cosa de personas, sí. Pero empieza a resultar altamente sospechoso que muchas personas a la vez de un mismo partido y en la misma institución tengan por costumbre el saqueo de las arcas públicas con imputaciones en masa y gestoras teniendo que dirigir al partido. No exigir responsabilidades sino al otro, con el sólido argumento del 'y tú más', es una muestra de hasta qué punto algunos creen que el anfitrión es el que tiene pocas luces. Y, en muchos casos, razón no les falta.

Pues bien, resulta que todos ellos -y alguno más que seguro se me queda en el tintero- son quienes tienen que ponerse de acuerdo para dirigir el país. Aunque no sean capaces de entenderse para cuestiones que responden, en principio, a toda lógica. Verbigracia, la semana pasada en el parlament hubo cuatro debates diferentes sobre el decreto de normativa urbanística del govern. Cuatro. Sobre el mismo tema. Porque cada uno quería su minuto de gloria. Como el invitado pesado que se te sienta al lado en la cena y te cuenta ocho veces la misma anécdota de las pasadas vacaciones, con repaso del álbum fotográfico incluido. Así las cosas, una se teme que este país se dirige de nuevo y de forma irremediable a unas nuevas elecciones generales -con los millones de euros que nos sobran para organizarlas otra vez-. Y todo porque los representantes elegidos en diciembre anteponen los cálculos electorales y los intereses partidistas a un programa de gobierno con las reformas que necesita el país, independientemente de quien presida el nuevo ejecutivo. De esta forma, la nueva legislatura promete parecerse a la comedia francesa, con actores a quien nos pensaríamos mucho si invitar a cenar sin envites de por medio ante el riesgo de que nos arruinen la velada. Por lo menos será divertida, un valor a tener en cuenta si el asunto fuera para tomárselo a risa.

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