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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El acento circunflejo

Leo en un artículo de la London Review of Books que en los próximos años se va a suprimir en Francia el acento circunflejo, una de las glorias de la lengua...

Leo en un artículo de la London Review of Books que en los próximos años se va a suprimir en Francia el acento circunflejo, una de las glorias de la lengua gala, testimonio mudo de una s que el uso y la costumbre fueron diluyendo en el tiempo. Así, la palabra côte nos hablaría de un antiguo coste; châtelet, de chastelet; prête, de preste, etc. Los idiomas también se construyen a partir de pequeños apéndices inútiles, de haches sin función aparente, más allá de recordarnos una genealogía áspera y a menudo caótica. En Francia, la Academia ha optado por ir simplificando la ortografía, apelando al viejo sentido común de conservar aquello que realmente usamos y que nos resulta útil. Algo que, en el español, se ha intentado repetidas veces: suprimir las haches o sistematizar el uso de las ges y las jotas. La escritura sería, desde luego, un ejercicio más sencillo. Los maestros sólo tendrían que enseñar unas pocas reglas de aplicación cuasiuniversal. ¡Ninguna hache, señores! ¡Sólo jotas! Creo que fue el nobel Gabriel García Márquez quien propuso algo semejante. Y, muchos años antes, nuestro Juan Ramón Jiménez. Los niños po-drían reservar el aprendizaje memorístico para otros quehaceres. Las lenguas, podadas, se convertirían así en nuevos esperantos, en espacios higiénicos, racionales y puros.

El problema, por supuesto, es que la realidad siempre sale empobrecida cuando se le aplica la tijera. Para empezar, perderíamos la conciencia de la genealogía del lenguaje. El circunflejo, por ejemplo, se remonta al siglo XVI y anuda aún más el francés a sus raíces latinas. Por otra, se desvanece la belleza del pasado, ese hilo sutil de continuidad que nos salva de ser hablantes o en lectores in vitro y que nos permite ir descubriendo también en nuestra lengua cotidiana las huellas vivas de la conversación entre los siglos. En el antiguo catalán de las islas que hablo habitualmente, sin duda, se detecta el rastro de Ausiàs March y de Ramon Llull, de la Escola Mallorquina, de Josep Pla y de Foix; del mismo modo que, en el castellano, se escuchan los ecos de Boscán, Cervantes, san Juan de la Cruz y de Teresa de Ávila; de Baroja, Cernuda y Lorca (y, por supuesto, de todo el aluvión iberoamericano, empezando por el barroquismo de la Administración de Indias). No vivimos aislados. Y las lenguas tampoco: nacen, crecen, se desarrollan, declinan. Y es bueno poder rastrear en nuestra escritura la propia evolución histórica del idioma.

Pero hay, además, otro criterio a tener en cuenta para oponerse a la supresión del acento circunflejo: el educativo. Se argumenta su falta de utilidad y la facilidad de la solución. Y así es. La vida de los maestros y de los alumnos se haría mucho más sencilla. Aunque yo me pregunto si es conveniente. Una parte notable del proceso educativo, como suele explicar con acierto Gregorio Luri, consiste en una pedagogía de la atención y esto se logra básicamente enfrentándonos a la dificultad, con disciplina, esfuerzo y trabajo. Se trata de una escuela de valores que nos permite aprender a modelar nuestros hábitos, tener a nuestra disposición -gracias a la memoria- lo estudiado y captar las diferencias. En casi cualquier ámbito de la vida, la atención resulta clave: mucho más que las modas pasajeras de las inteligencias múltiples, la psicomotricidad o el trabajo cooperativo.

Y esto, insisto, no se consigue facilitando la vida de los alumnos, sino leyendo mucho, escribiendo, corrigiendo, dialogando con los clásicos, acostumbrándose a cuestionar; enfrentándose con la dificultad de la materia, por ilógica o poco racional que pueda parecer, hija de una Historia de la que no podemos renegar. Es algo parecido a lo que sucede con el buenismo. De tanto educar en unos valores blandos que escamotean todo aquello que pueda molestar a nuestra sensibilidad, terminamos siendo víctimas de lo que deseamos evitar. En lugar de formar a nuestros hijos, simplemente los dejamos "a medio hacer", indefensos ante el mal del mundo, la crueldad real de los hombres, la fuerza determinante de la envidia. Una vez más, aquí tenemos mucho que aprender del pasado, cuyos cuentos de hadas, dragones, trolls y seres encantados nos hablaban mucho más de la realidad de la vida que los relatos edulcorados de la moderna corrección política.

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