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Antonio Papell

Gobierno centrista

Los resultados electorales del 20D no han sido todavía plenamente asimilados por las fuerzas políticas que hoy dominan el panorama. El surgimiento de partidos nuevos, que lógicamente han entrado a competir con los partidos viejos que habían disfrutado hasta ahora en exclusiva de la práctica totalidad del escenario político, no está siendo adecuadamente digerido por esos cuatro actores que ahora deben improvisar un sistema de relaciones ex novo que dé funcionalidad al modelo y que, de un modo u otro, proporcione la indispensable gobernabilidad.

La dificultad de formalizar una mayoría a partir de estos cuatro elementos se agrava por el hecho de que en nuestro sistema político los pactos tienen mala prensa, salvo en momentos de grave emergencia nacional (Los Pactos de la Moncloa). En circunstancias normales -se piensa, con espíritu guerracivilista- pactar es claudicar, abdicar de las propias ideas, humillarse ante el adversario. Y de hecho, las encuestas acreditan en parte esta manera de ver las cosas. Sea como sea, no hay más remedio que hacer pedagogía porque el fin del bipartidismo ha llegado para quedarse toda vez que presumiblemente se va a reformar pronto el sistema electoral, precisamente para acentuar la proporcionalidad y dar entrada a más actores en el sistema representativo.

Sea como sea, estas elecciones han tenido una singularidad capital que debería facilitar las cosas: cuando se convocaron, existía ya la convicción de que impulsarían un cambio relevante en el viejo sistema democrático, que a su vez auspiciaría una inaplazable renovación del régimen, una puesta al día de la valiosa Constitución de 1978, que requiere la actualización de algunos aspectos y una definición moderna del sistema de organización territorial, que en aquella lejana fecha se omitió, ya que la Carta Magna fue la herramienta que sirvió de instrumento procesal para la erección posterior del Estado de las Autonomías. En otras palabras, el nuevo gobierno que debería resultar del 20D habría de dedicarse sobre todo a la ingente tarea de modernizar el Estado, revisar la ley electoral, consumar algunos pactos de Estado que no han sido posibles en las tres décadas largas de rodaje democrático -el pacto educativo- y mitigar el conflicto catalán mediante una negociación inteligente que se salde con el referéndum constitucional o con el de ratificación de un nuevo Estatuto.

Pues bien: si ésta es la tarea que aguarda al nuevo gobierno, y puesto que hay una relativa simetría entre 'derechas' e 'izquierdas' en las Cortes -no hay un escoramiento claro en sentido alguno- parecería lógico que el encargo de gestionar el referido proceso reformista fuera encomendado a las formaciones de centro, que son PSOE y Ciudadanos. El acuerdo de ambos grupos no da ni de lejos la mayoría absoluta, por lo que sería además necesario que los otros dos partidos -PP y Podemos, o al menos uno de los dos- dieran su conformidad a una hoja de ruta reformista, que habría de negociarse durante un plazo predeterminado, de entre 18 y 24 meses, hasta la disolución de las Cortes prevista en la reforma constitucional según el artículo 168 CE. Si de verdad se quiere realizar por consenso una profunda revisión del sistema, resultaría más fácil que la operación se pilotara desde el centro que desde la derecha (gran coalición) o desde la izquierda (PSOE-Podemos-minorías), por razones que parecen bastante obvias.

Naturalmente, estas formulaciones sólo tienen sentido si existe cierta grandeur intelectual en los actores, cierta filantropía en las conductas. Si de lo que se trata es únicamente de lograr el poder, tales especulaciones decaen en el terreno de la ingenuidad.

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