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Cataluña en dos mitades

Uno de los principales escollos de la nueva legislatura será abordar la situación en Cataluña. De hecho, el principal obstáculo inicial de las negociaciones entre PSOE y Podemos era la exigencia de este último de convocar un referéndum independentista. Una línea roja que levantó ampollas entre los socialistas, evidenciando sus desavenencias internas y obligando al partido de Pablo Iglesias a recular. Y es que el problema catalán es, probablemente, una de las encrucijadas más delicadas de nuestra democracia. Un asunto de difícil solución, aunque se reabran las vías de diálogo entre gobiernos autonómico y central. Algunos claman a la negociación como si fuera la panacea que resolverá de forma mágica un conflicto social que, si se analiza con detenimiento, se antoja casi irresoluble.

Las últimas elecciones catalanas se plantearon como un plebiscito sobre la independencia. Una apuesta que los secesionistas perdieron de forma ajustada, con un 47 por ciento de los votos. Un apoyo que ellos mismos reconocieron insuficiente para continuar el 'procés', aunque finalmente vaya a marcar la hoja de ruta del nuevo ejecutivo. Parece evidente que los votantes en Cataluña entendieron los comicios como plebiscitarios: por eso Ciudadanos recogió el voto más claramente en contra de la independencia a costa, básicamente, de PP y PSOE, pero también de Podemos. Un sufragio que, poco después, ha recaído en la formación morada cuando las elecciones han sido generales. Así, en un lado del ring, tenemos un gobierno autonómico que hace de portavoz del sentir de la mitad de los catalanes que votaron. Porque los que no están de acuerdo con la secesión no estarían representados en esta supuesta negociación.

En Madrid, sin embargo, creen que el independentismo es una huida hacia adelante de Artur Mas ante el acoso que empezaba a sufrir por los recortes y la corrupción -el famoso 3 por ciento-. Si repasamos la hemeroteca, lo cierto es que el giro hacia posturas más radicales es evidente. Sin embargo, hay un detalle crucial que se obvia. En este intento de desviar la atención, el ahora ex president Mas no se hizo vegetariano, ni budista, ni partidario de la tortilla sin cebolla. Supo ver una corriente social subyacente en la sociedad catalana de la que podía aprovecharse. Y así lo hizo. El independentismo no empieza con Mas. Al fin y al cabo, cada pueblo debería tener derecho a decidir que le roben sus propios gobernantes. Los autóctonos, los molt honorables. El porcentaje de partidarios de la independencia se multiplica entre los más jóvenes en Cataluña, por lo que no sería descartable que una voluntad mayoritaria de separarse de España fuera sólo cuestión de tiempo -aunque es prácticamente imposible hacer predicciones sociológicas a diez años, como demuestra el caso de Quebec-. Un hecho que, por lo menos, debería hacer que todos nos preguntáramos qué papel juegan las escuelas y los movimientos juveniles en la formación de ese sentimiento. La cuestión es que el apoyo a la ruptura y la creación de un Estado propio ha aumentado significativamente, gracias a un caldo de cultivo que todos los partidos han contribuido gustosamente a crear. En el otro lado del ring, están los que siguen pensando que es sólo un problema de Artur Mas.

Viendo cómo discurre el debate político, una se teme que, aunque se sienten a dialogar en la misma mesa, no va a ser más que una conversación de besugos. Nuestros políticos deberían leer a Jurgen Habermas y los principios de su ética dialógica. Establece una serie de reglas para que los seres humanos establezcan una verdadera comunicación racional, basada en la imparcialidad, la libertad y la igualdad. A saber: primero, no se debe excluir del diálogo a ninguna persona que manifieste tener intereses en el problema sobre el que se dialogue. En segundo lugar, una vez en el diálogo todos los interesados tienen igual derecho a la palabra, sin ser coaccionados cuando hablen. Y, por último, ha de comprobarse colectivamente que la conclusión o norma moral concreta a la que se llegue después del diálogo sea asumida por todos los afectados. Es decir, que todos los que tengan relación con la norma concreta acepten las consecuencias de estar bajo la misma. ¿De verdad alguien piensa que la negociación que se plantea cumpliría alguno de estos puntos?

Si estuviéramos en un país serio, en lugar de discutir plazos para una declaración unilateral de independencia o recurrir al Constitucional los brindis al sol sin efectos jurídicos, centraríamos el debate en qué hacemos ante la fractura social en Cataluña. ¿Qué pasa con el otro 50 por ciento? Si Cataluña se independiza, la mitad de sus habitantes preferiría haberse quedado en España. Si se mantiene la situación actual, la mitad de los catalanes quiere irse. Ante esta situación, una se teme que las posturas inamovibles, abogar por un Estado Federal -¿no es ya una de las regiones con mayor autogobierno?- o celebrar un referéndum no soluciona nada. Mientras tanto, sigue habiendo demasiados extranjeros en su propia tierra.

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