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José Carlos Llop

Recuerdo de Michel Tournier

Cuando llegué al lugar donde me habían citado, ya estaban sentados a la mesa Michel Tournier y el actor Michael Lonsdale, como un gran oso al que habían sacado del bosque a desgana. Tournier, en cambio, llevaba su sempiterno casquete de lana y sonreía con una delicadeza entre la geisha y el monje budista. En todo caso, había algo oriental en esa figura suya. El salón municipal era tan grande y tan desangelado salvo en los frescos mitológicos del techo, que pensé que esa licencia de cubrirse en la mesa tenía cierto sentido. Como en una casa deshabitada. Michel Tournier era más viejo que en las fotografías y su rostro y sus gestos emitían cierta fragilidad, lo que en un escritor suele asociarse a defensa contra el mundo. Un parapeto desde el que saltar después.

Esto ocurrió en Toulouse esta primavera hará diez años. Quizá Tournier no fuera uno de mis escritores franceses favoritos, pero ahí estaba: otro regalo de un destino no buscado. Recordé su novela sobre los Reyes Magos y su invención de un cuarto rey que llegó tarde a Belén. Junto al poema de Eliot lo mejor que se haya escrito nunca sobre el viaje de los Magos, esa novela de Tournier proyecta una luz distinta sobre las escasas líneas del Evangelio que se refieren al episodio. Pero al verlo en nuestra mesa con Lonsdale, también pensé en El rey de los alisos y la II Guerra Mundial y no supe por qué. No lo supe porque la asociación partía de mi visión de Michael Lonsdale, no del escritor.

El actor llevaba el pelo teñido de rubio o eso parecía y estaba muy circunspecto. Tenía a su lado a una mujer joven que le hablaba con la misma atención que una secretaria a su jefe. Pero sus muecas, las de Lonsdale, oscilaban entre el aburrimiento y el desdén. No hacia ella, sino hacia el mundo en general: aquel día no se había levantado de buen humor o estaba ensayando un próximo papel. Sus ojos úrsidos no emitían luz alguna y esa opacidad era, claramente, desinterés más allá de sí mismo. Ocurre a veces con los actores si consideran que están pisando un territorio donde no van a ser el centro de atención. Pensé en su representación del abad del monasterio en El nombre de la rosa, y ambas figuras la del abad y la del hombre sentado frente a mí no casaban en absoluto. Luego me vino a la cabeza India-Song, donde también aparece Lonsdale, tan hierático como todos los actores de esa película, tan hierático como estaba ahora y eso me trasladó a otra ciudad, Barcelona, y otro tiempo, allá por los 70 mediados: un cine de Paseo de Gracia, la película de Marguerite Duras y la compañía de dos mujeres, una de las cuales tenía el bello nombre de África y su piel era de oro oscuro, como debían serlo algunas de las mujeres del harén de los Magos.

Regresé de aquella Barcelona nocturna y noctámbula al cabo de pocos segundos, de la mano de algunas imágenes urbanas de Chacal, donde Michael Lonsdale es el inspector de la Sureté que lleva a cabo la investigación previa al atentado de la OAS contra De Gaulle. El color de París, para mí, siempre ha de ser el color que tiene en esa película fotografiada maravillosamente por Jean Tournier, que no sé si era hermano, pariente o no, de Michel Tournier. La luz de París es la luz de Tournier, Jean, que nació el mismo día que yo, treinta años antes. Y al pensar en Chacal y la OAS y los personajes oscuros de la película, vi que eran esos personajes los que me hacía asociar la presencia de Michael Lonsdale al rey de los alisos, de Tournier, Michel, una novela donde el papel del ogro le hubiera ido de perlas al actor francés.

Aquella tarde, Michel Tournier y Michael Lonsdale apenas hablaron entre sí, pero apenas lo hicieron tampoco con ningún otro comensal de la mesa. Cada uno de ellos miraba al frente. Ocurre a menudo en las mesas redondas de muchos, donde todos están alejados del centro y sólo pueden entenderse con sus dos vecinos a izquierda y derecha. Ocurre también con las figuras mayores y cansadas y éste me pareció el caso de Lonsdale pero no el de Tournier, mayor, sí, más que Lonsdale, pero no cansado.

Esta semana Michel Tournier ha muerto en su casa de Choisel, junto a una vieja abadía cisterciense y su cementerio. Tenía 91 años y vivía allí desde hacía cincuenta. Al margen de la vida del Saint-Germain literario, salvo en la cita anual de los premios Goncourt, donde formaba parte del jurado como miembro de la Academia Goncourt (que esta semana ha perdido también a otro de sus miembros, la escritora Edmonde Charles-Roux). Le gustaba viajar a Marruecos y atravesar Francia en su coche o visitar Alemania con frecuencia: él era germanista de formación. Sus acercamientos a Novalis, Goethe o Kant son magistrales. Sus notas al romanticismo alemán, finas y esenciales. El estilo en el lenguaje era una de sus formas de vida, tal vez la más amada. De Stendhal decía que no parecía escrito sino una voz grabada. Veneraba los Tres cuentos de Flaubert y a Spinoza. Vivía junto a una abadía, ya lo he dicho. Era de esos escritores que saben que en estos tiempos, un solo escritor culto quizá sea equiparable a uno de aquellos monasterios que resistieron los años oscuros y nos transmitieron lo que somos a través de la oscuridad y el caos.

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