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Antonio Papell

Las malas relaciones PP-PSOE

Si la victoria socialista de 1982 pudo interpretarse como el final de la provisionalidad política de la transición, ya que al fin llegaba al poder democráticamente y con gran ímpetu la misma izquierda que había sido proscrita durante la dictadura, la llegada del PP al gobierno en 1996 representó la definitiva normalización del sistema, en forma de alternancia normalizada entre fuerzas antagónicas, homologables con las del parlamentarismo europeo. Sin embargo, el bipartidismo que ha funcionado entre 1982 y 2014 no ha sido cooperativo ni ha rendido los frutos positivos que cabía esperar de él.

Tras el gran consenso constitucional, que auguraba un régimen capaz de avanzar mediante el logro de ulteriores pactos de Estado capaces de estabilizar los aspectos que no debían quedar al arbitrio de la alternancia, la realidad ha sido que las dos grandes formaciones han vivido de espaldas entre sí. En 1981, tras el golpe de Estado del 23F y la dimisión de Suárez, el presidente del Gobierno por UCD Leopoldo Calvo-Sotelo y el líder de la oposición socialista, Felipe González, firmaron el primer pacto autonómico del que surgió el mapa actual y un primer diseño del modelo; en 1992, con González en la presidencia del Gobierno, éste firmó con Aznar, líder de la oposición , el segundo pacto autonómico, que equiparó todas las comunidades e instauró algunas instituciones cooperativas (conferencias sectoriales, programas y planes conjuntos, etc.); pero ya no hubo más: la reforma promovida por Zapatero en la conferencia de presidentes de octubre de 2004, que dio lugar a nuevos estatutos en Cataluña y otras comunidades, se hizo en medio de un estruendoso disenso. PP y PSOE caminaron también a temporadas de la mano en materia antiterrorista el acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo de diciembre del 2000 fue quizá el hito más relevante, pero con frecuencia ETA fue utilizada como arma arrojadiza por los dos grandes partidos contra el adversario.

La frialdad e incomunicación entre PP y PSOE ha hecho también imposible llevar a cabo la reforma constitucional de la que se viene hablando desde hace años y que ya figuraba en el programa electoral del PSOE con que llegó al gobierno Zapatero en 2004. Los intentos de aquella legislatura, basados en un magnífico dictamen del Consejo de Estado, no llegaron a nada. Y apenas en la legislatura pasada, PP y PSOE fueron capaces de acordar la reforma del artículo 135, presionados por Bruselas. Fue la única convergencia de la legislatura.

Ahora, tas las elecciones del 20D, PP y PSOE están tan enfrentados que ni siquiera han llegado a mantener un cambio de impresiones sobre la gobernabilidad: el único encuentro fue tan lacónico y breve que no hubo lugar a exploración alguna. Cuando, con independencia de lo que hagan y digan, la realidad es que la buena marcha de la democracia requiere la sintonía de los dos. Máxime cuando los españoles hemos ido a las urnas esta vez con la conciencia de que había que regenerar el país, que reformar la Constitución, que cambiar la ley electoral, etc., cuestiones éstas que estaban en todos los programas electorales y que no pueden llevarse a cabo sin un gran consenso, equivalente al fundacional, que lógicamente requiere la conformidad de los partidos que dominan (por ahora) en sus respectivos hemisferios.

Es, en definitiva, opinable la fórmula de gobierno que finalmente decante del 20D pero no lo es en absoluto que el interés general de este país exige a PP y PSOE acuerdos relevantes en asuntos fundamentales. El solo reconocimiento de esta evidencia cambiaría de plano el panorama desolado que ha quedado tras las últimas elecciones.

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