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Eduardo Jordà

La democracia histriónica

En 1952, en Estados Unidos, dos generales se presentaron a las primarias del Partido Republicano. Uno era Douglas MacArthur, el general que dirigió la guerra del Pacífico. El otro era el general Eisenhower, el hombre que planificó el desembarco en Normandía. Los dos, pese a militar en el mismo partido, tenían ideas muy distintas. Y los dos se odiaban. MacArthur era guapo, grandilocuente y siempre llevaba a su lado un fotógrafo. Eisenhower era un hombre discreto que rehuía las fotos. En medio de la contienda electoral, le preguntaron a MacArthur qué opinaba de Eisenhower. "Fue el mejor escribiente que he tenido", contestó. Poco después, le preguntaron a Eisenhower sobre MacArthur. "Fue el mejor profesor de arte dramático que he tenido en mi vida", contestó Eisenhower. Al final, el discreto escribiente Eisenhower derrotó al grandilocuente profesor de arte dramático y fue presidente de los Estados Unidos. Pero eso ocurrió en 1952, antes de la era de la televisión. Hoy en día sucedería todo lo contrario: el profesor de arte dramático derrotaría sin contemplaciones al escribiente.

Más de sesenta años más tarde, es muy difícil que un político que no reúna dotes de arte dramático pueda triunfar en las urnas. Sin dominio escénico, sin capacidad de manipular las emociones de la audiencia (que ahora ya ha sustituido al electorado), o sin aptitudes para planificar sus actuaciones en función de su impacto inmediato en la televisión y en las redes sociales, un candidato está perdido o tiene muy pocas posibilidades. Y esta tendencia se ha vuelto irreversible desde que hemos entrado en la era de Twitter e Instagram que ha desterrado todo lo que tenga que ver con el discurso articulado a los confines del sistema o a la simple basura. Y a esto hay que añadir la irrupción de una nueva generación que ha crecido en medio de una prosperidad económica y una estabilidad institucional jamás vistas en España, y que apenas ha tenido que luchar contra padres y profesores casi siempre cómplices, casi siempre comprensivos, de modo que no ha desarrollado capacidad de resistencia alguna a la frustración, aunque ahora se enfrente a un empeoramiento imprevisto de sus condiciones de vida a causa de la precariedad laboral y la crisis económica. Y como es lógico, para esta nueva generación un político escribiente es una antigualla que jamás tendrá la menor posibilidad de éxito, con independencia de sus ideas o de su programa (los mismos conceptos de "ideas" y "programa" han perdido casi todo su sentido en el mundo digital donde nada es estable ni permanente ni se funda en la palabra).

El problema es que la democracia política es un asunto de escribientes más que de actores, por muy buenos que sean los actores y por muy brillantes que sean sus frases. Sin leyes justas, sin contrapesos jurídicos, sin garantías que dependan de marcos legales diseñados con fría minuciosidad, es imposible que se establezcan unas reglas del juego que respeten a las minorías y que organicen la convivencia ciudadana de una forma aceptable para todo el mundo: para jóvenes y viejos, para empresarios y trabajadores, para habitantes del centro y habitantes de la periferia, para parados y empleados públicos.

Pero todo esto suena a música celestial en el mundo de los memes y los selfies y las tertulias políticas inspiradas en el griterío exhibicionista de Sálvame, porque nadie quiere oír nada que exija una mínima reflexión o que contradiga sus prejuicios más asentados. En el mundo de la generación 2.0 no existe la Historia, sino las conspiraciones y las teorías más disparatadas que sirven para explicarlo todo de un brochazo. Tampoco existe la complejidad de las causas múltiples que producen efectos múltiples, sino la apisonadora de las simplificaciones que lo reducen todo a una sola causa con un solo efecto ("España nos roba", "El sistema es corrupto", "Los inmigrantes nos quitan lo que es nuestro"). Y tampoco existe el razonamiento basado en la lectura ni en la memoria ni en la experiencia personal, sino la retórica hueca de la emotividad que lo reduce todo a gestos y a eslóganes. Nos guste o no, éste es el mundo al que nos enfrentamos, un mundo en el que los oscuros escribientes tienen muy difícil oponerse a los grandilocuentes histriones que creen saberlo todo y tener una solución para todo, sea cual sea y cueste lo que cueste.

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