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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

La tijera

Poco antes de morir a los 102 años de edad, el escritor Ernst Jünger publicó un libro de pensamientos con el premonitorio título de La tijera. Para el autor alemán, el corte de la tijera simbolizaba todo lo que se pierde cuando se impone una lectura meramente técnica de la realidad y se da la espalda a los viejos valores del clasicismo. Se trataría de una poda poco fructífera, más bien empobrecedora, que se sustancia en la transmutación de estos valores. Hace unos días, en una conversación que mantuve con Gregorio Luri, a raíz de su último ensayo ¿Matar a Sócrates? (editorial Ariel), el filósofo navarro me confesó su convicción de que una parte del fracaso educativo actual se debe a la pérdida del sentido de atención en los alumnos, que tan bien había sabido inculcar la escuela republicana. Hoy, sujeta a la presión constante de la fugacidad de los estímulos, la pedagogía defiende otros conceptos, algunos tan difíciles de racionalizar como las inteligencias múltiples de Howard Gardner. En el paso de una única "Inteligencia" en mayúscula a la teoría de la fragmentación de la inteligencia, algo importante se ha perdido.

En nuestra sociedad reinan las tijeras. Por ejemplo, cuando se reduce la exigencia escolar con el discutible pretexto de perseguir a toda costa la felicidad de los niños. O cuando se quieren cuestionar los viejos símbolos de la continuidad histórica como la Corona bajo el dudoso prisma de una racionalidad estricta, como si la política funcionara sólo desde las leyes de la razón. O cuando se quiere sustituir la rica vida parlamentaria una idea de la democracia que invita al pacto y al encuentro por la más divisiva del voto plebiscitario, que con tanta frecuencia fragmenta a la sociedad en dos alternativas antagónicas. La tijera implica creer que las neurociencias pueden explicar el misterio del arte o de la religión y que la psicología es capaz de desentrañar el sentido de una obra literaria, cuando como mucho nos ofrece una perspectiva inédita en ocasiones interesante, aunque no siempre de una realidad mucho más compleja. La tijera consiste también en reducirnos a un código numérico y suponer, por tanto, que el manejo de los Big Data puede servir para sistematizar nuestros deseos, anhelos y miedos pretender descubrir, en definitiva, aquello que nos define y nos otorga una identidad.

Que la tijera nos empobrezca como personas no significa que no resulte operativa. De hecho, con frecuencia sucede más bien lo contrario. Frente a esa excesiva simplificación, la escritora italiana Natalia Ginzburg nos anima en uno de sus ensayos a celebrar la gran virtud de la generosidad, en lugar de inculcar exclusivamente las virtudes menores del cálculo y el beneficio. La grandeza moral reside en el exceso de la gratuidad y no en los márgenes estrechos de una calculadora. La identidad de Occidente radica también en esta generosidad a fondo perdido: las escuelas y la sanidad pública, el sistema de pensiones y el seguro de desempleo, los museos y las bibliotecas abiertos a todos los ciudadanos, las becas y las universidades, los teatros de ópera y las orquestas financiadas con nuestros impuestos. "Apoyar el bien común es un trabajo de los dioses", rezaba el lema de la primera biblioteca pública de los Estados Unidos. Por supuesto, el bien común es lo contrario de la tijera.

Pero no es ésta la idea que prima en nuestros días. Tras la expansión presupuestaria de 2015 año electoral, la Comisión Europea ha vuelto a exigirnos serios ajustes para cuadrar el déficit: unos diez mil millones de euros o quizás más. Gobiernen los populares o el partido socialista, cabe esperar nuevas subidas de impuestos y recortes en el gasto, a pesar de que la economía española siga creciendo de forma notable. Supongo que es inevitable: los países deudores se someten a los acreedores. No puede ser de otro modo, sobre todo si aquéllos han sido como es el caso irresponsables fiscalmente. Por otra parte, el envejecimiento de la población tampoco ayuda. Aunque aquí actúa también un resorte cultural que nos habla de la hegemonía de la tijera: la revuelta de las elites, que se traduce en una rápida atomización social. En efecto, si el bien común es el trabajo de los dioses, los dioses ahora deben ser otros.

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