La zarzuela representada con ocasión de la sesión inaugural de la legislatura, previsible dados los antecedentes de sus protagonistas, pone de nuevo sobre el tapete el debate de la meritocracia. Nuestras sociedades, cada vez más sofisticadas y con crecientes dilemas de enorme complejidad, no es claro que puedan ser lideradas ya por representantes carentes de unas mínimas condiciones, salvo que confiemos en que dichos graves problemas, que afectan a tantísimas personas, se resuelvan por si solos o por medio del tarot. Aunque siempre se cuente con altos cuerpos funcionariales capaces de contribuir a la gobernabilidad a través del asesoramiento técnico, se hace preciso que al menos sean entendidos por los depositarios de la soberanía popular, algo que no puede asegurarse en todos los casos hoy día.

Dirigentes sin una formación previa de relieve pero con éxito en su gestión, han existido y surgirán. Todos podemos recordar nombres propios que aún resuenan en sus países de origen. Lo que sucede es que se trata de gobernantes con capacidades muy singulares, no solamente para comprender medidas que técnicamente procedían en sus países, sino incluso para diseñarlas e impulsarlas.

Al margen de estas excepciones a la regla, el panorama actual está presidido en España y nuestro entorno, por el acceso a las instituciones de quienes persiguen la forma en lugar del fondo, con la inequívoca pretensión de no enfrentarse a los desafíos actuales con la seriedad y rigor que exigen, y en su lugar hacerlo con el espectáculo pueril o el entretenimiento más pedestre.

Nuestra peculiaridad en este aspecto, radica en que muchos de los actores de las nuevas formas en política, cuentan con los oportunos diplomas y certificados de la enseñanza superior, aunque quizá no con unos mínimos de educación elemental. Por eso, cuando me refiero aquí a la meritocracia no lo hago en términos de titulación oficial, sino de cualidades innatas para el servicio a los demás, una suma de habilidades, inteligencia y esfuerzo que habitualmente cristalizan en la ejecutoria personal previa de cada individuo.

No parece lo más prudente, sin embargo, dejar en manos de quienes no atesoran esas facultades, las riendas de un país. Y, en especial, en lo tocante a la economía, la seguridad o la unidad nacional. Estos son asuntos que precisan de ideales en lugar de ideologías, y en los que nos jugamos el presente y el futuro.

Para ello, seguramente se impone hacer más atractiva la función representativa o de gobierno a quienes cuentan con aptitudes para ello. Empezando por el régimen retributivo, a diferencia de lo que hoy tanto se predica demagógicamente, que sigue suponiendo un poderoso elemento disuasorio, al no permitir ni tan siquiera igualar lo que se percibe en el ámbito profesional de origen. También, a través de la generalización de las listas abiertas en los partidos, a fin de que se permita elegir a quienes cuentan con más méritos y de que las formaciones se esfuercen en atraerlos a sus listas.

Menos políticos y mejores, eso es a lo que hemos de tender. De lo contrario, mucho me temo que deberemos acostumbrarnos a los números circenses tan poco edificantes con que hemos estrenado el año.

* Decano de la Facultad de Derecho de la Universitat Internacional de Catalunya.