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Antonio Papell

El "proceso" y la gobernabilidad

Salvo una pirueta de ultimísima hora, que habría de pasar por el reemplazo de Artur Mas, no habrá gobierno independentista. La CUP, rota, ha frustrado el dislate del nacionalismo burgués, dispuesto a entregarse a los anticapitalistas si con ello conseguía prolongar un poco más un "proceso" alocado que se abocaría indefectiblemente al abismo, tras provocar gravísimo quebranto a España en general y a Cataluña en particular.

El largo tiempo transcurrido desde las autonómicas el 27S ha servido para desactivar el aparente fervor irredentista de los catalanes, como se ha podido ver con claridad en las elecciones generales del 20D, y esta mitigación, unida al fracaso del ensayo rupturista por la negativa de la CUP a apoyar la pantomima, abre nuevas expectativas en Cataluña, donde el viejo partido de Jordi Pujol, CDC, amenaza ruina, y la irrupción de Podemos en alianza con Ada Colau puede provocar cambios decisivos en los grandes equilibrios catalanes. Lo curioso y preocupante a la vez es que lo ocurrido tendrá también consecuencias, con una gran carga ambivalente, en la política estatal.

Como la propia clase política ha manifestado con desparpajo, el "proceso" era el gran argumento para que los partidos estatales mantuvieran un consenso básico frente a lo que podía suponer la ruptura material del Estado. Lamentablemente, la proposición recíproca también es cierta: puesto que ya no hay "proceso", los partidos han dejado de tener la obligación de entenderse y pueden tirarse deportivamente los platos a la cabeza, como es habitual en este país, en el que las coaliciones y los pactos son vistos como cobardes claudicaciones ante el enemigo.

Efectivamente, la gobernabilidad no parece ser un valor cotizado entre nosotros, pero PP y PSOE hubiesen encontrado una coartada magnífica para pactar entre sí e gobierno de esta legislatura si hubiera sido necesario plantar cara patrióticamente al independentismo en marcha.

Algunos pensamos que las coaliciones, los acuerdos y los pactos son las más civilizadas herramientas de progreso dialéctico de las democracias maduras, en que ya no tienen sentido las proclamas revolucionarias. Pero en la actual coyuntura, y al margen del curso que emprenda la política catalana, es muy evidente, además, que existe un demanda objetiva de consenso para poner en marcha los grandes proyectos reformistas que la mayoría de los partidos ha incluido en sus programas electorales. El PSOE ha dedicado el último y más denso capítulo del suyo a plantear su "Propuesta socialista de reforma constitucional", que incluye entre otros asuntos la constitucionalización de los derechos sociales y el conocido 'salto federal'. El primer capítulo del programa de Ciudadanos se titula "Regeneración democrática e institucional" y contiene una treintena de propuesta de reforma de la Carta Magna y de diversas leyes, que van desde la eliminación de la desigualdad de sexos en la sucesión a la Corona a la reforma de la Justicia, pasando por una reforma del Senado de corte federal que parece compatible con la del PSOE. Podemos, que en un principio propuso la apertura de un proceso constituyente, ha adoptado ahora una vía reformista que incluye también la constitucionalización de los derechos sociales. El PP, por su parte, no propone reforma constitucional alguna pero reconoce la necesidad de modernizar el Estado y acepta participar en los debates.

La única manera de acometer estas reformas, de buscar para ellas el suficiente consenso, es suscribir un gran pacto de gobernabilidad, abrir una tregua política y ponerse a trabajar. Si fracasara el intento y fuéramos a unas nuevas elecciones, tendríamos que creer que las propuestas de reformas de fondo del sistema no eran más que propuestas vanas para engatusar a incautos. Porque la actual distribución de fuerzas es idónea para emprender un proceso profundo de modernización del Estado.

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