Como a nivel nacional nunca ha habido, desde 1979, un Gobierno pluripartidista, sostienen muchos de quienes opinan en los medios de comunicación que las últimas elecciones generales nos han dejado un Congreso imposible. O sea, que sería un verdadero milagro que Mariano Rajoy o, subsidiariamente, Pedro Sánchez, los candidatos a la Presidencia del Gobierno de los partidos más votados, fueran investidos de la confianza parlamentaria para dirigir el país. Por lo tanto, la celebración en primavera de unos nuevos comicios se presenta como algo prácticamente inexorable.

Desde luego, cabe dar por seguro que, de no aparecer fenómenos portentosos en el cielo y en el mar, un Gabinete de Sánchez resulta completamente descartable. Por supuesto, jamás le otorgaría su apoyo el PP, que supera al PSOE en 33 escaños y que, habiendo sido la fuerza política con más sufragios, reivindica su "derecho" a encabezar el Ejecutivo, aunque tal pretensión carezca de validez en un régimen parlamentario, donde lo que cuenta es el apoyo de la Cámara y no la primogenitura electoral. Tampoco le respaldaría Podemos, aunque esta predicción debe matizarse.

Podemos nació para ocupar el lugar del PSOE, no el del PP, del mismo modo que hace casi un siglo los partidos comunistas surgieron para desplazar a los socialistas al frente del movimiento obrero. Entre ambos partidos de izquierda existe, pues, una clara incompatibilidad vital y un recelo mutuo que alcanza el nivel de la náusea. Además, Podemos está hipotecado por su alianza con los defensores del derecho de autodeterminación en Cataluña, Galicia y la Comunidad Valenciana. Semejante hándicap es ya de por sí enorme para quien aspire a gobernar España y permite augurar, según creo, el desinflamiento a corto o medio plazo de la alternativa de Pablo Iglesias, que en realidad únicamente cuenta con 42 escaños si se descuentan los de sus aliados cripto independentistas. En cualquier caso, aunque Pedro Sánchez aceptara pagar el elevado precio que supondría reconocer, incluso envuelto en pudoroso eufemismo, el derecho de secesión con tal de acceder a la jefatura del Gobierno, los barones autonómicos del PSOE se lo han prohibido terminantemente. Se suman aquí, más que razones de patriotismo, los intereses electorales (tanto de los respectivos caudillos en las comunidades autónomas como del Partido Socialista en toda España) y la contestación interna del liderazgo de Sánchez. Por supuesto, también se teme en el PSOE el abrazo del oso probablemente inherente a la concertación con las huestes de Iglesias, y así mismo, como tensión contradictoria, la pérdida de los votos socialistas moderados, que se desplazarían a Ciudadanos.

¿Puede cambiar este escenario? A mi juicio no, ya que ni a los aliados catalanes, gallegos y valencianos de Pablo Iglesias les interesa ceder en una cuestión que les permite pescar votos en los caladeros nacionalistas, ni a Pedro Sánchez le importa más en este momento que el autobloqueo territorial de Podemos (con su eventual desgaste entre los votantes de izquierdas no afectos al nacionalismo) y una disolución anticipada de las Cortes, que debilitaría la revuelta de los barones levantiscos del PSOE ante la perspectiva de otra campaña electoral, por si fuera poco bastante más polarizada que la anterior. Sería una oportunidad adicional para la supervivencia de Sánchez al frente de los socialistas.

¿Es mucho pedir, por tanto, un Gobierno de coalición PP-PSOE-C's ahora? Bueno, para empezar, es claro que un nuevo proceso electoral y la consiguiente perpetuación de un Gobierno en funciones resultará algo nocivo para la economía española, cuya leve recuperación se halla prendida con alfileres. En segundo lugar, y dejando a un lado las estrechas miras partidistas, también parece evidente que esa coalición otorgaría a la dirección política del país una estabilidad sumamente beneficiosa en todos los aspectos, incluidos el desafío separatista, la regeneración de las instituciones democráticas y una reforma constitucional sensata. ¿Objeciones? Por parte del PSOE, el temor a dejar el espacio de izquierda a la entera disposición de la voracidad demagógica de Podemos, del mismo modo que el Pasok se lo dejó a Syriza. Temor no desdeñable, si se tienen en cuenta además la vinculación del PP con los mayores escándalos de corrupción de los últimos años y el rosario continuo de procesos judiciales pendientes y su continuo efecto deslegitimador. También cabe añadir que la herencia de la guerra civil pesa todavía mucho sobre la cultura política de los españoles y dificulta las coaliciones. España está aún desintegrada desde el punto de vista de las emociones políticas. Para muchos electores socialistas compartir el Gobierno con el PP constituiría una traición a la propia identidad histórica. Ahora bien, atavismos aparte, los Ejecutivos de coalición reflejan una nación políticamente madura, una superación del tribalismo en pos de un proyecto modernizador común.

En cuanto a las fórmulas de una coalición externa, desde fuera, o un simple pacto de investidura de PSOE y C's con el PP, al objeto de no arriesgar imagen en demasía, entiendo que ninguna ventaja política otorgarían a los socialistas en su duelo particular con Podemos. En cambio, una coalición propiamente dicha les permitiría nada menos que gobernar, es decir, hacer cosas visibles (y, en consecuencia, políticamente rentables) por el bien común con arreglo a un programa respaldado por una mayoría parlamentaria enorme. Así como Ciudadanos ofrece un perfil de mayor ductilidad y audacia, el PSOE continúa apresado por la caspa de sus fantasmas históricos. Y el tabú del pacto con el PP forma parte de esa caspa.

(*) Catedrático de Derecho Constitucional