Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

... Al empezar el año

Minority Report en Nochevieja. Philip K. Dick, a quien todo el mundo conoce por ser el autor de la novela en que se basó la película Blade Runner, será uno de los autores citados este año que empieza, por la adaptación televisiva de otra gran novela suya de título kafkiano, El hombre en el castillo. En esta novela, El Eje ha triunfado en la II Guerra Mundial y el mundo vive bajo su poder, una ucronía que ha dado lugar a otras novelas, como son Patria de Richard Harris o, aquí en España, Operación Barbarossa, de Jesús Pardo. Siempre he creído que más que la posibilidad ucrónica, era el libro de Philip K. Dick el que había inspirado a Harris y también a Pardo, uno de los pocos escritores españoles de su tiempo (cumplirá 89 este año) que dominaba el inglés y vivió en Londres en los sesenta.

Quizá me equivoque, pero donde no es posible el error es en la capacidad visionaria de Philip K. Dick, un hombre atormentado por su propia mente durante toda su vida. Otro de sus relatos el titulado Minority Report también se llevó al cine y trata de una sociedad donde se castiga el crimen antes de que pueda cometerse. En él se sabe científicamente que aquella o esa otra persona va a saltarse la ley y se desata un implacable y diabólico mecanismo por el cual es detenida, juzgada y condenada. Sin haber hecho nada.

La celebración en Occidente de la última noche del año ha parecido un pasaje de aquel relato de Philip K. Dick. Las principales plazas de Europa y Estados Unidos han sido sometidas a una férrea vigilancia armada en previsión de un posible atentado yihadista. La gente se ha puesto pelucas brillantes, gafas estrambóticas y ha soplado matasuegras rodeados de metralletas, uniformes, chalecos antibalas y fusiles de asalto. La vida se ha vuelto más rara de lo que es en sí. Este año que empieza se cumple el quinto centenario de la muerte de El Bosco y quizá también esto sea una señal. Más deprisa que despacio vamos convirtiéndonos en uno de sus delirantes retablos. Philip K. Dick sólo nos avisó y pastillas y psiquiátricos fueron constantes en sus días. También en la Biblia se mofaban de los profetas y la burla era la manera de marginarlos.

Saberse ir. Los años se van por la misma puerta que entraron y nada ocurre en este acto más allá de su celebración. Se celebra que se vayan y se celebra que otros lleguen, por aquello de que la esperanza es lo último que se pierde. Pero saberse ir es difícil. Por eso en Mallorca las visitas son más largas en el recibidor, al despedirnos, que en la sala. Irse es difícil. Les cuesta irse a presidentes de entidades o de gobiernos, a obispos y cardenales, a altos funcionarios y poderosos empresarios. Irse de la silla es costoso porque debajo del tapizado hay un imán misterioso y el culo de los que mandan se transforma en hierro al llegar a lugares destacados. Lo público endurece y paradójicamente, eso debilita a quien lo ocupa, restándole perspectiva sobre sí mismo. En la civilización por llamarle algo del egocentrismo, nadie se va sin pataleta. Las pataletas son fruto de la mimadura y la malcriadeza, pero somos una sociedad mimada y malcriada, que cree que tiene derecho a la felicidad, a un piso en propiedad y a aprovecharse de los demás. Abandonar la silla es un sacrificio impensable. Cuando ocurre, quien lo hace escucha las trompetas del apocalipsis y siente como el suelo se mueve bajo sus pies. Nadie quiere, nadie sabe, nadie se acostumbra a irse. Y los que estuvieron cerca de los que se fueron porque no les quedó más remedio, lo saben. Algo tendrá que ver con eso el hecho de que la política haya pasado de ser un servicio público a un modo de vida privado.

Refugiados. He contado alguna vez que al belén de casa van incorporándose algunas figuras por caprichosos motivos. Las últimas son una efigie de San Nicolás, con sus ropajes de obispo y un flamenco que hace poco más de un año compré en la plaza parisina de Saint Sulpice. El flamenco está ahí, al pie de unas palmeras, debido a la escena romana de los flamencos en La gran belleza, cuando la monja le dice a Gambardella: "¿Sabe usted porque como raíces?? Porque son importantes". El belén es una manifestación de esas raíces. O por lo menos de algunas de ellas y bastante importantes, por cierto.

Lo que menos me gusta del belén de casa son las figuras de los Reyes Magos, pero algún año llevado por mi fervor orientalista acabaré solucionando este asunto. Para compensarlo tengo el poema de T. S. Eliot titulado El viaje de los Magos, que todos los años releo por estas fechas y al que siempre me refiero en mi primer artículo del año. Vuelvo a hacerlo. En ese maravilloso poema, Eliot no habla de ropajes y riquezas fastuosas sino del frío que pasaron y el maltrato que sufrieron en su viaje. Nos cuenta cómo fueron apedreados en las aldeas, cómo les eran hostiles las ciudades y poco amistosos los pueblos, cómo se apagaban las hogueras y se les negaba el cobijo. "Voces cantaban en nuestros oídos diciendo que nuestro empeño era una locura", escribe. Algo parecido hemos visto en los refugiados de la guerra de Siria atravesando una Europa donde sólo Merkel ha parecido que conociera el poema de Eliot.

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