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Los reyes de la comedia

A estas alturas no conviene fiarse demasiado de los políticos. En su mayoría sólo son actores que interpretan un papel escrito por dramaturgos mediocres, o peor aún, por autores muy astutos que escriben en la sombra y sólo defienden sus intereses. Desde hace años dichos autores pertenecen al ámbito económico, el de las grandes empresas que son las dueñas del mundo. Por tanto, sólo un público ingenuo puede acudir al teatro de las urnas con la esperanza de que los poderes establecidos -eso que en América llaman "the powers that be"- vayan a recibir nuevas propuestas con los brazos abiertos. En realidad todo sigue tan bien atado que el margen de maniobra y transformación por la vía civilizada es mínimo. Pero como hay que mantener vivo el espejismo de la democracia el espectador continúa yendo al teatro a la espera de un milagro.

Esta semana hemos visto bastante teatro, especialmente en aquellos políticos que llevan repartiéndose el pastel desde hace décadas. Lo hemos visto en Madrid y en Barcelona. La incertidumbre que ha rodeado durante tres meses la investidura del presidente de la Generalitat, por ejemplo, se ha resuelto casi por arte de magia al comprobarse que Mariano Rajoy no tenía poder suficiente para gobernar. Es lógico. Todos aquellos que acusaban a Mas de querer imponer su proyecto independentista con sólo la mitad del apoyo del electorado, ahora están echando mano de calculadora para resolver un problema matemático mucho mayor: ¿se puede gobernar este país con el apoyo de menos de un tercio de los españoles? No padre. Y por la misma razón, los mismos que abominaban de una nueva política de pactos en Cataluña, es decir, que menospreciaban coaliciones y tripartitos, ahora proclaman que eso forma parte del juego democrático.

En el fondo es puro teatro. Lo descubrí a finales del franquismo. ¿Acaso no había entonces buen teatro en Madrid? Pues sí, claro, el de Alfonso Paso y Álvaro de la Iglesia. Incluso se permitían concesiones al rojerío de Buero Vallejo o Alfonso Sastre, y hasta a la modernidad de Marsillach. Pero al final no lograron evitar la debacle escénica de la capital ni frenar la supremacía de Barcelona, donde unos tales Julian Beck, Richard Brooks o Jerzy Grotowski, ponían en escena las propuestas teatrales más revolucionarias de su tiempo. ¿Qué quiero decir? Muy simple. Cuando se trata de armar cuadros y numeritos, organizar montajes y hacer el paripé los estilos son muy distintos en cada ciudad. Clásico y hasta casposo el uno, provocativo e innovador el otro. Pero irritantes ambos por lo que tienen de radicalidad e intransigencia. Otro tanto estamos viendo a raíz de estas elecciones: un poco de naftalina aquí y un poco de clavel allá. Mucha palabrería. Pero que nadie se engañe. Tras el "teatrillo" de rigor muy madrileño, donde yo te insulto y tu me insultas, donde fingimos que nos matamos, ha llegado el momento de ponernos firmes. Porque España es indivisible, hay que garantizar su gobernabilidad y no somos Grecia. Cuna del mejor teatro universal, por cierto.

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