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Eduardo Jordà

El pacto de la felicidad

Hace muchos años, un amigo inglés me invitó a pasar unos días en su casa de las afueras de Birmingham. La zona en la que vivía estaba al sur de la ciudad, entre un cementerio y un depósito de agua y las vías del tren. Durante la Segunda Guerra Mundial aquella zona había sido bombardeada con frecuencia por los alemanes, y en los años de la postguerra, bajo la influencia de los primeros gobiernos laboristas, allí se construyeron montones de casas para las familias con menos recursos.

El padre de mi amigo trabajaba en una fábrica y era el típico representante de la clase obrera de aquella época en que todavía existía la clase obrera: leía el Daily Mirror, ahorraba, iba de vez en cuando al pub (pero no demasiado) y creía en una vida mejor, aunque no estaba demasiado descontento con la que tenía. De hecho, vivía en una casa decente y en un barrio decente. Es cierto que todas las casas de su barrio eran iguales casas de dos pisos, de feo ladrillo marrón, con un pequeño jardín delantero y un pequeño jardín trasero, pero él podía leer el Daily Mirror en su jardín, en tirantes y en mangas de camisa, mientras su mujer jugaba con su fox terrier. Es decir, que aquellas casas todas iguales de King's Heath y de miles de barrios idénticos en toda Inglaterra permitían al modesto obrero de una fábrica vivir una vida equiparable a la de un gentleman farmer, sólo que en un mundo de pequeñas dimensiones en vez de las lujosas mansiones campestres: en una pequeña casa con un pequeño jardín, igual a otras miles de casas con su pequeño jardín. Por lo que yo recuerdo, aquella familia obrera de Birmingham se consideraba feliz. Puede que hubiera muchas otras cosas en el mundo, pero con lo que tenían se sentían a gusto. Era suficiente.

Aquellas casas se construyeron bajo la inspiración de los gobiernos laboristas que llegaron al poder después de la Segunda Guerra Mundial, pero los gobiernos conservadores que se fueron alternando no se opusieron a aquel programa y siguieron construyendo las casas, del mismo modo que ratificaron las demás reformas de la izquierda: la sanidad gratuita, los subsidios, los impuestos. Y así, tanto en Inglaterra como en toda la Europa democrática de la postguerra, se llegó a un consenso tácito entre derecha e izquierda sobre las bases de lo que ahora conocemos como Estado del bienestar. La derecha conservadora aceptó pagar impuestos para que hubiera hospitales gratuitos y casas baratas con su pequeño jardín. Y la izquierda aceptó la alternancia política, la monarquía, el capitalismo sometido al control sindical y la existencia de los gentlemen farmer que vivían en sus mansiones (aunque tuviesen que abrirlas al público para mantenerlas). Ése fue el pacto que mantuvo a Europa en pie durante la segunda mitad del siglo XX. La derecha respetaba las conquistas sociales y procuraba activar la economía de mercado. La izquierda vigilaba el mantenimiento de esas conquistas sociales y permitía que existieran las plusvalías para que se siguiera creando riqueza. Todo el mundo cedía. Fue lo que podríamos llamar el pacto por la felicidad.

Éste es el pacto que ahora se ha roto, y no por una diabólica conjura de los millonarios y las multinacionales como cree nuestra izquierda bolivariana, sino porque el capitalismo ha entrado en una nueva fase en la que las fábricas ya no están en Birmingham sino en China, y en la que el propio éxito del Estado del bienestar ha hecho muy difícil mantener sus conquistas: vivimos muchos más años y necesitamos más servicios durante mucho más tiempo, lo que aumenta constantemente los gastos que deben ser cubiertos.

Y aquí es donde se explica el declive de la socialdemocracia del PSOE. ¿Cuál es su papel? ¿Y a quién representa, si ya no existe prácticamente la clase obrera? Porque la triste verdad es que la globalización ha cambiado por completo las reglas del juego. Y si un país no tiene dinero para sostener su Estado del bienestar, entonces tiene que pedirlo prestado y quien le presta el dinero es quien impone las condiciones. Y en estas nuevas circunstancias, El PSOE sigue representando un papel moderado, sensato, como en los tiempos del padre de mi amigo en Birmingham. Pero la gente está cabreada y no ve futuro y se entrega al primer aprendiz de brujo que aparece prometiendo cualquier cosa. Y en ese dilema seguimos ahora, aunque sea Navidad. Ah, por cierto, Feliz Navidad.

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