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Antonio Papell

Por un gran pacto instrumental

El recuento del voto del domingo ofrece matemáticamente dos posibles mayorías absolutas: una de ellas es el frente de izquierdas, formado por la suma del PSOE (90 escaños), Podemos (69), Izquierda Unida (2), ERC (9) y otra formación nacionalista que podría ser Democracia y Libertad (8) o el PNV (6). La otra mayoría absoluta sería la gran coalición PP-PSOE. Ninguna de las dos parece razonable porque ambas contravienen todo lo dicho y defendido en la campaña electoral por los partidos y obligaría a grandes piruetas ideológicas que contribuirían a incrementar el desprestigio de la vieja política, al tiempo que deteriorarían quizá irreversiblemente la nueva política.

Así las cosas, descartada por imposible la formación de un gobierno estable dispuesto a desarrollar un programa con normalidad, queda por explorar una opción positiva, basada en un pacto amplio, muy difícil de formalizar pero que sin embargo se adaptaría mejor que cualquier otra a la complejidad del voto expresado en las urnas, que es sin embargo muy explícito: la fragmentación expresada por el cuerpo electoral es ante todo un reto y una invocación a gestionar esta diversidad con creatividad y altura de miras, de forma que la realidad política e institucional cambie y se adapte a la nueva realidad española, que ha evolucionado mucho y que ha visto con asombro y decepción cómo el proceso político se quedaba estancado.

La formulación más clara de esta opción sería un acuerdo entre el PP, que ha ganado las elecciones, el PSOE, Ciudadanos y, al menos en parte, Podemos para entregar el gobierno al partido más votado con la condición de que se ocupe de los asuntos corrientes y de que se abra un periodo determinado dieciocho meses podrían ser suficientes en el que se consigan y se ejecuten algunos consensos que son inaplazables. Las grandes fuerzas, clásicas y emergentes, deberían embarcarse en definitiva en una reforma constitucional controlada que modernizase la ley fundamental, constitucionalizase los derechos sociales, racionalizase el estado autonómico y contribuyese a resolver el conflicto catalán mediante una aceptación más clara de la plurinacionalidad, la satisfacción de las exigencias culturales y el establecimiento de un sistema de financiación de corte federal que vinculase el autogobierno fiscal con la solidaridad; también sería necesario acometer una reforma de la ley electoral, de forma que haya un correlato más claro entre votos y escaños (lo ocurrido esta vez con IU-Unidad Popular, que ha logrado cerca del millón de votos y solo dos escaños, no puede repetirse). Ni la reforma constitucional ni la de la ley electoral pueden prescindir de un consenso máximo, en el que participen las cuatro fuerzas y al que se invite de buena fe a las minorías nacionalistas. Es claro que el referéndum constitucional y el que culminase una hipotética reforma estatutaria posterior en Cataluña habrían de vincularse al "derecho a decidir", con lo que debería zanjarse el contencioso.

Si cuaja este planteamiento, el gobierno del PP, supeditado en todo caso a la voluntad de la mayoría parlamentaria, debería limitarse a gestionar el día a día conforme a un plan de desarrollo socioeconómico también consensuado. Con todo realismo, el partido todavía mayoritario debería plantearse si en estas condiciones tiene sentido que sea Rajoy el presidente o si es más razonable dejar el cargo en manos de un ejecutivo más técnico y menos político. Pero éste es un asunto secundario. Lo que debe definirse cuanto antes es el criterio que vaya a seguirse, ya que la opción alternativa, el caminar hacia unas nuevas elecciones, parece una claudicación imperdonable que traicionaría la voluntad general expresada en las urnas.

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