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José Carlos Llop

Hacerse el sueco

Hoy es un día en que a los cronistas y articulistas de opinión nos corresponde hacernos el sueco. 'Hacerse el sueco' es una expresión extraordinaria, del tipo "Lo saben los negros", sólo que sin el matiz hoy considerado políticamente incorrecto. Mi madre lo decía a menudo -'¡lo saben los negros!- ante la evidencia aplastante de algo que se comentaba en casa o sobre lo que alguien manifestaba su ignorancia impropia. Como 'no te hagas el sueco', que también, si disimulábamos para salirnos con la nuestra. Todos pondríamos en nuestra vida más ingenio al hablar si pensáramos que nuestras expresiones son un testamento y una herencia y una forma de evocación. Mi madre -lo había heredado de mi abuelo Eduardo, su padre- hablaba estupendamente y en su habla -como un signo de cortesía, imagino- habitaba casi siempre el sentido del humor. Primera digresión en un día como hoy, que incluso quienes escribimos muy poco sobre política, nos vemos obligados a no pisar vidrios rotos.

Decía que hoy toca hacerse el sueco y los suecos vuelven a estar de actualidad en Mallorca. Hace treinta años que vemos el desfile de sus vestales con la corona vegetal rodeada de velitas el día 13 de diciembre en Cort, Santa Lucía. Y las turistas suecas de los 60 y 70 hicieron más por los mallorquines que Adolfo Suárez, Torcuato Fernández-Miranda y la Ley de la Reforma Política. Hablo de ampliar los límites del pensamiento en plena dictadura. Hoy los suecos están muy presentes en Palma porque compran como compraron años atrás los alemanes. En el año 96 del pasado siglo publiqué una novela titulada La cámara de ámbar, que se agotó rápidamente y no se ha vuelto a editar. Era una historia familiar que transcurría en Palma aunque la ciudad no se nombraba nunca. Aparecían en ella un escritor que regresaba a la isla para hacerse cargo de una herencia; un adolescente que había perdido a sus padres en un accidente de aviación; su tío que lo acogía, soltero y coleccionista de objetos artísticos; otro escritor que era el trasunto de Llorenç Villalonga; una mujer maravillosa que servía en casa del tío Bemberg -así se apellidaba-; y, por supuesto, una casa. En Mallorca, para no dejar de ser quienes somos, siempre ha de haber una casa, como ha de haber una herencia. Siempre. Al final de la novela -no estoy desentrañando nada- la casa se vendía. Y en eso estaba cuando se me planteó la siguiente cuestión. El hecho de que los alemanes estuvieran entonces comprando en Palma -años anteriores habían comprado en el interior de la isla- era motivo para no incluirlos en la novela, por ser un recurso demasiado fácil. Así que me inventé un joven matrimonio sueco -él era ingeniero- y ellos eran quienes aparecían al final recorriendo las salas de Ca'n Bemberg. Llevamos dos años que eso está ocurriendo y no en la ficción y ésta -el poder premonitorio de la literatura- es la segunda digresión del día que toca hacerse el sueco.

Gracias a los suecos -a su Academia y a los hermanos Nobel- tenemos, quienes acostumbramos a leer, Premio Nobel de Literatura. A veces los suecos se hacen el sueco con especial tozudez y otorgan el premio a escritores que desaparecen en el tiempo. Hemos visto algunos casos y antes hubo otros. Sin embargo hay otras veces que echan luz sobre alguien que para nosotros permanecía a oscuras y el placer es entonces impagable. Ha ocurrido este año con la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, a quien nunca habíamos leído y de la que sólo existía en España -en el momento del fallo de la Academia- su Voces de Chernóbil. Hace dos meses ya escribí sobre una entrevista con ella que había leído años atrás, donde me recordó los sentimientos de mi generación una vez se afianzó la democracia en nuestro país. Estos días, dos amigos míos -colaboradores ambos de Diario de Mallorca, Ramón Aguiló y Daniel Capó (éste, por cierto, hijo de mallorquín y sueca)- me recomendaron apasionadamente El fin del 'Homo sovieticus'. Lo empecé a leer anteayer y no puedo dejarlo. Es impresionante.

Hace una semana, en el Magazine dominical que se regala con nuestro periódico, el gran Xavi Ayén entrevistaba a Svetlana Aleksiévich en la cocina de su casa. Y ella contaba que en esa cocina había ido entrevistando a muchas de las personas que hablan en sus libros, como otros cantan en un coro infinito y dodecafónico. Un coro que canta el laberinto -terrible, sobre todo terrible, pero también luminoso- del alma humana en la sociedad comunista y poscomunista. Pensé en Anna Ajmátova y en Nadezha Mandelstam. No se necesita más que una pequeña cocina cuando se escribe sobre la verdad. Perdón: sí se necesita algo más: la ausencia de maniqueísmo, saber escuchar, saber comprender, no imponerse uno mismo, no querer que la realidad coincida -violentándola- con el propio deseo, tan turbio a veces. Podría seguir pero no importa. Y es por eso que ni en España ni en Mallorca tenemos un libro como El fin del 'Homo sovieticus', que nos hable del fin del franquismo, por ejemplo, y de sus consecuencias. O del período democrático y sus verdaderas enfermedades, que no son las que se ven a simple vista. Preferimos mentirnos, engañarnos o hacernos el sueco. Y aquí paro, no sea que esta tercera digresión acabe pisando cristales rotos.

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